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sábado, 7 de octubre de 2017

El labrador y el árbol



Había una vez un campesino que se pasaba el día cuidando sus tierras. En ellas crecían muchos productos de la huerta y decenas de árboles frutales. Con mucho esmero cultivaba hortalizas con las que después elaboraba deliciosos guisos y sopas. En cuanto a los árboles, le proporcionaban ricas manzanas, naranjas jugosas y otras frutas maduradas al sol.

Arrinconado, en una esquina de la finca, había un arbolito que nunca daba frutos. Era pequeño y ni siquiera en primavera nacía de él una sola flor. Era un árbol tan feo que la mayoría de los animales le ignoraban, pues sólo tenían ojos para los frondosos y floridos árboles que abundaban por allí. Parecía que su única misión en la vida era servir de refugio a los gorriones y a una familia de cigarras de esas que no paran cantar a todas horas.

Un día, el labrador se hartó de verlo y decidió deshacerse de él.

– ¡Ahora mismo voy a acabar con ese árbol! No me sirve para nada, afea mi finca y sólo está ahí para incordiar.

Abrió la caja de herramientas, se puso unos guantes y empuñó un hacha afiladísima. Atravesó sus ricas tierras y se acercó al árbol, dispuesto a talarlo. Justo antes del primer impacto sobre el tronco, los gorriones comenzaron a suplicar.

– ¡No, por favor, no lo hagas!

– ¡Claro que lo haré! La vida de este árbol ha llegado a su fin.

– ¡No, no! Este arbolito es nuestro hogar. Sus hojas, aunque son pequeñas, nos protegen del sol y aquí construimos nuestros nidos.

– ¡Y a mí qué me importa! Es un árbol horrible e inútil.

Sin atender a las súplicas de los pajaritos, asestó su primer hachazo. El árbol se tambaleó un poco y el ruido despertó a las cigarras que se escondían en la corteza del tronco. Un poco mareadas, se encararon con el campesino.

– ¿Pero qué hace? – ¡No mate este árbol, por favor!

– ¿Quién me habla?

– ¡Somos nosotras, las cigarras! Estamos frente a usted, en el árbol. Si lo destruye, no sabremos a dónde ir. Es nuestra casa desde hace años y somos felices viviendo aquí.

– ¡Paparruchas! ¡No me vais a convencer! Usaré la madera para encender la chimenea en invierno ¡Vuestra vida y vuestros problemas me dan igual!

Atizó otro golpe al árbol y todos los animalillos tuvieron que aferrarse a él con fuerza para no rodar al suelo ¡Todo parecía perdido! Cuando dio el tercer golpe, el hacha impactó en una rama donde había un panal. Sin querer lo rozó y abrió en él una fina grieta. Gotitas de miel comenzaron a caer sobre su cara y resbalaron por sus labios.

¡Qué rica estaba! ¡Quién le iba a decir que escondido entre las ramas había un panal de rica miel! Tiró la herramienta y saboreó el néctar de oro hasta el empacho. No, pensándolo mejor, no podía talarlo. Miró a los animales, y les dijo:

– ¡Está bien! ¡Este árbol se queda aquí! A partir de ahora, lo mimaré para que las abejas vivan a gusto y fabriquen miel para mí.

Los animales respiraron tranquilos pero, en el fondo, se sintieron muy tristes al darse cuenta del egoísmo del labrador. No preservó el árbol por afecto a la naturaleza ni por respeto a quienes vivían en él, sino porque al descubrir el panal, vio que podía sacarle provecho.

Moraleja: hay que hacer el bien y ser justos con los que nos rodean por amor, por lealtad y por humanidad. Es muy egoísta hacerlo, como el protagonista de la fábula, sólo porque podemos obtener un beneficio.




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