Había una vez una rana que siempre se sentía feliz porque, por fortuna, sus padres la habían traído al mundo muy cerca del mar. ¿Acaso había un lugar mejor para vivir?
Una maravillosa mañana de primavera, como cada día, se despertó y se acercó a la orilla para disfrutar del bello espectáculo que ofrecían las olas. Podía pasarse horas mirando la espuma y dejando que la brisa y las pequeñas gotitas saladas salpicaran sus mofletes.
Después de un buen rato, la juguetona ranita pensó que era hora de dar una vuelta por los alrededores.
– Seguro que mis amigos los sapos están jugando al escondite junto al estanque. ¡Iré hasta allí a echar un vistazo!
Se alejó del agua y se adentró en el campo dando saltitos entre las flores. En uno de esos brincos, calculó mal la distancia y, sin querer, cayó en un pozo oscuro y profundo.
– Pero… ¿Dónde estoy? ¡Qué sitio tan lúgubre! ¿Hay alguien por aquí?
De repente, oyó una voz. Entre la penumbra, distinguió una rana. Era verde como ella y calculó que más o menos tendría su misma edad, a pesar de que estaba más sucia y parecía más avejentada. La desconocida le habló con desparpajo.
– ¡Hola, amiga! ¡Qué bien que hayas venido! ¡Me hace mucha ilusión recibir visitas!
– Bueno… En realidad, he caído sin querer, pero gracias por tu cálida acogida.
– Dime… ¿De dónde vienes? ¿Vives por aquí cerca?
– No vivo demasiado lejos… Si sales del pozo y tomas el primer sendero a la izquierda, hay una arboleda donde suelo echar la siesta. Al fondo, unos doscientos saltos más allá, está la playa. ¡Ahí vivo yo!
– Entonces… ¿Tu casa está cerca del mar?
– ¡Sí, claro, justo al lado!
La rana del pozo nunca había visto el mar. En realidad, la pobre jamás había salido de ese agujero donde había nacido y le entró una curiosidad tremenda.
– Dime… ¿Es grande el mar?
La rana saltarina abrió los ojos como platos y puso una cara que reflejaba extrañeza y sorpresa a la vez.
– ¿Bromeas?… ¡Decir que es grande es quedarse corto! El mar es enorme… ¡Qué digo enorme!… ¡Es inmenso!
La rana del pozo se quedó callada, tratando de imaginarse cuán grande era. Tras unos segundos en silencio, sumida en sus pensamientos, volvió a preguntar:
– Pero… ¿El mar es tan grande como mi pozo?
La otra no daba crédito a lo que estaba escuchando.
– ¡Qué dices! ¡Pues claro que es más grande que tu pozo, muchísimo más! Este lugar es muy pequeño y el mar parece… ¡Parece infinito!
A la rana del pozo se le agrió la cara y se puso a la defensiva.
– ¡Eres una mentirosa! ¿Cómo te atreves a decir algo así en mi propia casa? ¡No hay nada más grande que mi pozo!
– ¡Yo no soy una mentirosa! ¡Te estoy diciendo la verdad!
La rana del pozo de enfadó y roja de ira, gritó a su perpleja invitada.
– ¡Vete, no quiero que vengas nunca más por aquí!
La ranita, asustada, dio un salto con doble pirueta y salió del agujero. La repentina luz le deslumbró y enseguida notó el calor de los rayos del sol resbalando por su piel.
Mientras regresaba a su casa, sin ni siquiera mirar atrás, sintió algo de pena en el corazón. Conocer a la rana del pozo le había hecho darse cuenta de que hay quien sólo piensa en lo suyo y no quiere ver más allá de sí mismo y de lo que le rodea. A la ranita saltarina le parecía muy triste esa actitud, pero en cuanto divisó el mar, una sonrisa se dibujó en su rostro y se dijo a sí misma:
– Una pena, pero qué le vamos a hacer… ¡Ella se lo pierde!
Y saltando y saltando, llegó hasta la orilla y se sentó a mirar los peces de colores meciéndose al vaivén de las olas.
Moraleja: Esta fábula nos enseña que debemos ir por la vida con la mente abierta. No hay nada como conocer mundo para darse cuenta de que somos una pequeñísima parte del Universo y que lo nuestro no tiene por qué ser lo mejor.
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