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miércoles, 28 de junio de 2017

Mercurio y el leñador



Había una vez un leñador que cada mañana acudía a trabajar a un bosque cerca de su hogar. Por allí pasaba un río que estaba dedicado al dios Mercurio. En sus aguas cristalinas, el hombre solía refrescarse los días de mucho calor.
Cierto día de verano, el bochorno era tan fuerte que, sudoroso, se acercó a la orilla para mojarse las manos y la cabeza. En un descuido, el hacha que utilizaba para partir la leña se deslizó de su cinturón y cayó sin remedio al agua. Desgraciadamente para él, la corriente arrastró la vieja herramienta y desapareció de su vista.
El infortunado leñador comenzó a llorar. Era pobre y el hacha, su único medio de vida.
– ¡Oh, no, qué mala suerte! ¿Qué voy a hacer ahora?
El dios Mercurio, que a menudo paseaba por allí, le vio tan compungido que sintió mucha pena por él. Se acercó despacito para no asustarle y se interesó por la causa de su tristeza.
– ¿Qué te sucede, buen hombre? ¿Por qué estás tan apenado?
– El río se ha tragado mi hacha. Ya no podré trabajar más cortando troncos porque no tengo dinero para comprar una nueva. ¿Qué va a ser de mí?
Mercurio le mostró entonces un hacha de oro.
– ¿Es el hacha que has perdido?
– No, señor, no lo es.
El dios cogió un hacha de plata y lo puso ante los ojos llorosos del leñador.
– ¿Es el hacha que has perdido?
– No, señor, tampoco lo es.
De nuevo tomó Mercurio un hacha de hierro, viejo y oxidado.
– ¿Es el hacha que has perdido?
– ¡Sí, muchas gracias, señor, qué alegría!
El hombre estaba feliz y agradecido, pero el dios lo estaba todavía más después de comprobar que el corazón del humilde leñador rebosaba bondad. Le había ofrecido dos hachas muy valiosas y el leñador no se había dejado llevar por la codicia ni por la mentira. ¡Era una buena persona que decía la verdad!
– Tu sinceridad tiene premio. Ten el hacha de oro y el hacha de plata. Son para ti. Véndelas y gana un buen dinero. ¡Te lo mereces!
¡El leñador regresó a su casa como loco de contento! Había recuperado su hacha para trabajar y además, el obsequio del dios le permitiría vivir desahogadamente durante muchos años, pues el oro y la plata se pagaban muy bien.
Al día siguiente se reunió con otros leñadores y les contó la extraña historia que había vivido en el bosque. Uno de ellos, muerto de envidia, decidió probar suerte para tratar de hacerse rico también. Esa misma tarde, se acercó al río, y cuando comprobó que nadie le miraba, dejó caer al agua su hacha de hierro. En segundos, un remolino se la tragó y desapareció. Se puso a llorar fingidamente y Mercurio acudió a su encuentro.
– ¿Qué te sucede? Te veo muy apenado.
– ¡Estoy desolado! Se me ha caído el hacha al río y no sé qué voy a hacer ahora…
El dios le mostró un hacha de oro.
– ¿Es el hacha que has perdido?
Al leñador, al ver el hacha de oro reluciendo bajo el sol, le dio un vuelco el corazón. ¡Era su oportunidad para forrarse de dinero! Llevado por la avaricia, contestó:
– ¡Sí, sí señor, lo es! ¡Muchas gracias!
Pero Mercurio sabía que no era cierto y entró en cólera.
– ¡Debería darte vergüenza! ¡Eres falso y ambicioso! Te irás por dónde has venido sin nada. El hacha de oro seguirá en mi poder y tu hacha de hierro permanecerá para siempre bajo el fondo embarrado del río. ¡Cada cual en esta vida tiene lo que se merece!
Mercurio desapareció bajo las aguas y el leñador mentiroso regresó al pueblo maldiciendo y con las manos vacías.
Moraleja: En la vida hay que ser sincero. No debemos aprovecharnos de las circunstancias con mentiras porque, por lo general, se volverán contra ti.



miércoles, 21 de junio de 2017

El mono y las lentejas



Cuenta una antigua historia que una vez un hombre iba cargado con un gran saco de lentejas. Caminaba a paso ligero porque necesitaba estar antes del mediodía en el pueblo vecino. Tenía que vender la legumbre al mejor postor, y si se daba prisa y cerraba un buen trato, estaría de vuelta antes del anochecer. Atravesó calles y plazas, dejó atrás la muralla de la ciudad y se adentró en el bosque. Anduvo durante un par de horas y llegó un momento en que se sintió agotado.

Como hacía calor y todavía le quedaba un buen trecho por recorrer, decidió pararse a descansar. Se quitó el abrigo, dejó el saco de lentejas en el suelo y se tumbó bajo la sombra de los árboles. Pronto le venció el sueño y sus ronquidos llamaron la atención de un monito que andaba por allí, saltando de rama en rama.

El animal, fisgón por naturaleza, sintió curiosidad por ver qué llevaba el hombre en el saco. Dio unos cuantos brincos y se plantó a su lado, procurando no hacer ruido. Con mucho sigilo, tiró de la cuerda que lo ataba y metió la mano.

¡Qué suerte! ¡El saco estaba llenito de lentejas! A ese mono en particular le encantaban. Cogió un buen puñado y sin ni siquiera detenerse a cerrar la gran bolsa de cuero, subió al árbol para poder comérselas una a una.

Estaba a punto de dar cuenta del rico manjar cuando de repente, una lentejita se le cayó de las manos y rebotando fue a parar al suelo.

¡Qué rabia le dio! ¡Con lo que le gustaban, no podía permitir que una se desperdiciara tontamente! Gruñendo, descendió a toda velocidad del árbol para recuperarla.

Por las prisas, el atolondrado macaco se enredó las patas en una rama enroscada en espiral e inició una caída que le pareció eterna. Intentó agarrarse como pudo, pero el tortazo fue inevitable. No sólo se dio un buen golpe, sino que todas las lentejas que llevaba en el puño se desparramaron por la hierba y desaparecieron de su vista.

Miró a su alrededor, pero el dueño del saco había retomado su camino y ya no estaba.

¿Sabéis lo que pensó el monito? Pues que no había merecido la pena arriesgarse por una lenteja. Se dio cuenta de que, por culpa de esa torpeza, ahora tenía más hambre y encima, se había ganado un buen chichón.

Moraleja: A veces tenemos cosas seguras pero, por querer tener más, lo arriesgamos todo y nos quedamos sin nada. Ten siempre en cuenta, como dice el famoso refrán, que la avaricia rompe el saco.



viernes, 16 de junio de 2017

El perro y su reflejo



Érase una vez un granjero que vivía tranquilo porque tenía la suerte de que sus animales le proporcionaban todo lo que necesitaba para salir adelante y ser feliz.

Mimaba con cariño a sus gallinas y éstas le correspondían con huevos todos los días. Sus queridas ovejas le daban lana, y de sus dos hermosas vacas, a las que cuidaba con mucho esmero, obtenía la mejor leche de la comarca.

Era un hombre solitario y su mejor compañía era un perro fiel que no sólo vigilaba la casa, sino que también era un experto cazador. El animal era bueno con su dueño, pero tenía un pequeño defecto: era demasiado altivo y orgulloso. Siempre presumía de que era un gran olfateador y que nadie atrapaba las presas como él. Convencido de ello, a menudo le decía al resto de los animales de la granja:

– Los perros de nuestros vecinos son incapaces de cazar nada, son unos inútiles. En cambio yo, cada semana, obsequio a mi amo con alguna paloma o algún ratón al que pillo despistado ¡Nadie es mejor que yo en el arte de la caza!

Era evidente que el perro se tenía en muy alta estima y se encargaba de proclamarlo a los cuatro vientos.

Un día, como de costumbre, salió a dar una vuelta. Se alejó del cercado y se entretuvo olisqueando algunas toperas que encontró por el camino, con la esperanza de conseguir un nuevo trofeo que llevar a casa. El día no prometía mucho. Hacía calor y los animales dormían en sus madrigueras sin dar señales de vida.

– ¡Qué mañana más aburrida! Creo que me iré a casa a descansar sobre la alfombra porque hoy no se ven ni mariposas.

De repente, una paloma pasó rozando su cabeza. El perro, que tenía una vista envidiable y era ágil como ninguno, dio un salto y, sin darle tiempo a que reaccionara, la atrapó en el aire. Agarrándola bien fuerte entre los colmillos y sintiéndose un auténtico campeón, tomó el camino de regreso a la granja vadeando el río.

El verano estaba muy próximo y ya había comenzado el deshielo de las montañas. Al perro le llamó la atención que el caudal era mayor que otras veces y que el agua bajaba con más fuerza que nunca. Sorprendido, suspiró y se dijo a sí mismo:

– ¡Me encanta el sonido del agua! ¡Y cuánta espuma se forma al chocar contra las rocas! Me acercaré a la orilla a curiosear un poco.

Siempre le había tenido miedo al agua, así que era la primera vez que se aproximaba tanto al borde del río. Cuando se asomó, vio su propio reflejo aumentado y creyó que en realidad se trataba de otro perro que llevaba una presa mayor que la suya.

¿Cómo era posible? ¡Si él era el mejor cazador de que había en toda la zona! Se sintió tan herido en su orgullo que, sin darse cuenta, soltó la paloma que llevaba en las fauces y se lanzó al agua para arrebatar el botín a su supuesto competidor.

– ¡Dame esa pieza! ¡Dámela, bribón!

Como era de esperar, lo único que consiguió fue darse un baño de agua helada, pues no había perro ni presa, sino tan sólo su imagen reflejada. Cuando cayó en la cuenta, se sintió muy ridículo. A duras penas consiguió salir del río tiritando de frío y encima, vio con estupor cómo la paloma que había soltado, sacudía sus plumas, remontaba el vuelo y se perdía entre las copas de los árboles.

Empapado, con las orejas gachas y cara de pocos amigos, regresó a su hogar sin nada y con la vanidad por los suelos.

Moraleja: Si has conseguido algo gracias a tu esfuerzo, siéntete satisfecho y no intentes tener lo que tienen los demás. Sé feliz con lo que es tuyo, porque si eres codicioso, lo puedes perder para siempre.



sábado, 10 de junio de 2017

Nasreddín y la invitación a comer



Vivía en la India hace muchísimos años, un muchacho muy inteligente y despierto llamado Nasreddín. Su sabiduría siempre dejaba pasmados a todos hasta tal punto, que era famoso en toda la ciudad. Siempre le sucedían muchas cosas curiosas de las que Nasreddín sacaba una importante enseñanza. Una de esas historias es la que os vamos a relatar.

El chico tenía un amigo que vivía rodeado de todo tipo de riquezas en un majestuoso palacio. Un día se encontraron por la calle y el rico caballero le invitó a cenar esa misma noche. Nasreddín, que nunca había tenido la oportunidad de disfrutar de una opípara cena porque era pobre, aceptó encantado.

Cuando empezó a caer la tarde, Nasreddín se subió a su famélico burrito para ir a casa de su anfitrión. Era la primera vez que le visitaba y cuando llegó, se quedó deslumbrado al ver nada más y nada menos que una enorme mansión de mármol rosa rodeada de increíbles jardines. En la entrada, dos guardias embutidos en un brillante uniforme y convenientemente armados, vigilaban a todo aquel que osaba acercarse.

Nasreddín bajó del burro y se presentó.

– Buenas noches, señores. Me llamo Nasreddín. Su señor, que es amigo mío, me espera para cenar.

Uno de los soldados le miró de arriba abajo con desprecio. Nasreddín iba vestido con una túnica descolorida llena de remiendos y unas sandalias deshilachadas que almacenaban el polvo de muchos años de uso. Sin ningún tipo de miramientos, le dijo con voz seca:

– Lo siento, pero no puedo permitirle el paso.

Nasreddín se sintió muy ofendido.

– ¡Pero si estoy invitado a cenar!…

El soldado no estaba dispuesto a dejarse engañar ¡Un hombre tan rico e importante jamás invitaría a un mendigo a su mesa! Se adelantó un paso y mirándole fijamente, volvió a negarse.

– Le repito, caballero, que no puedo permitirle el paso ¡Lárguese de aquí ahora mismo o tendré que echarle por las malas!

El muchacho se dio la vuelta, se subió al borrico y, compungido, se alejó del palacio. Se sentía fatal, muy humillado, pero no estaba dispuesto a dejarse aplastar por el hecho de ser pobre.

Como siempre, tuvo una ingeniosa idea: ir a ver al sastre del pueblo y pedirle ayuda. Era tarde cuando llamó a su puerta, pero el anciano le recibió con una sonrisa.

– Hola, Nasreddín ¿Qué te trae por aquí?

– Vengo a pedirte un favor. Necesito que me prestes algo de ropa decente para ir a cenar a casa de un amigo. Con estas pintas no me permiten entrar en su palacio.

– ¡No te preocupes! Tengo ropa de sobra que te sentará muy bien ¡Entra que te la enseño!

El sastre le sugirió que lo primero que debía hacer, era lavarse un poco. Nasreddín, encantado, se dio un buen baño de agua caliente en un barreño y, una vez limpio y perfumado, se probó varias prendas hasta que encontró una realmente elegante. Se trataba de una túnica blanca bordada con hilo de oro y cuello de seda. Para los pies, unas sandalias de cuero nuevas y relucientes ¡Estaba fantástico!

– ¡Muchas gracias, amigo mío! ¡Es justo lo que necesitaba! Mañana vendré a devolverte la ropa ¡No sé qué habría hecho sin ti!…

– No te preocupes, Nasreddín. Eres bueno y te mereces esto y mucho más ¡Pásatelo bien en la cena!

Pulcramente vestido y muy seguro de sí mismo, se presentó Nasreddín en la lujosa casa de su amigo ricachón. Los soldados reconocieron al muchacho pero esta vez se pusieron firmes. El chico pidió que le abrieran las puertas con mucha formalidad.

– Estoy invitado a cenar y el señor me espera.

El soldado que le había echado un rato antes, le sonrió y e incluso hizo una pequeña reverencia.

– Por supuesto, caballero, pase usted. Cuando llegue a la puerta le recibirán los criados que le conducirán al salón donde el señor le estará esperando.

Así fue; Nasreddín atravesó el jardín y fue recibido por una corte de sirvientes que anunciaron su llegada. El dueño de la casa le dio un abrazo de bienvenida y le sentó a la cabecera de la mesa junto a otros invitados muy distinguidos de orondas barrigas ¡Se notaba que era gente a la que no le faltaba de nada y que comían de lujo todos los días!

El primer plato era una sopa caliente de verduras. Nasreddín estaba muerto de hambre y la comida olía a gloria, pero para sorpresa de todos, en vez meter la cuchara en el caldo, metió la manga derecha de su túnica.

¡Imaginaos las caras de todos los que estaban allí! ¡No sabían a qué se debía esa actitud! ¿Acaso ese muchacho no conocía las normas básicas de educación?

Se hizo el silencio. Su amigo, un poco avergonzado por la situación, carraspeó y le preguntó qué le sucedía.

– Nasreddín, querido amigo… ¿Por qué metes la manga en la sopa?

Nasreddín levantó la mirada y como siempre, encontró las palabras adecuadas.

– Vine a cenar con ropas andrajosas y no se me permitió pasar. Poco después me presenté bien vestido y me recibieron con reverencias. Está claro que mi ropa es más importante para ustedes que mi persona, así que es justo que la túnica que llevo puesta sea la que tenga el derecho a comer.

El dueño de la casa no sabía ni qué decir. Colorado como un fresón, se levantó y pidió perdón al joven, prometiéndole que mientras él viviera, jamás se volvería a prohibir la entrada a nadie porque fuera pobre. Nasreddín aceptó sus disculpas y después dio buena cuenta de la cena más deliciosa de su vida.

Moraleja: Debemos valorar a las personas por lo que son y no por las riquezas que posean. Jamás desprecies a nadie porque tenga menos que tú o porque su aspecto no te guste.



martes, 6 de junio de 2017

El tigre hambriento y el zorro astuto



En cierta ocasión, un tigre se paseaba por los bosques de China. Estaba muy hambriento porque en las últimas horas no había conseguido ninguna presa que llevarse a la boca. Cuando ya había perdido toda esperanza, algo se movió entre la maleza. Para su sorpresa, descubrió que era un pequeño zorro que estaba de espaldas, totalmente ajeno al peligro. Se acercó sigilosamente, calculó la distancia de salto, y se lanzó de manera precisa sobre el despistado animal.

El pobre zorro no tenía escapatoria posible. Sentía las fauces del enorme tigre apretándole la piel del cuello y casi no podía respirar. Sólo tenía una pequeña posibilidad de salvación: echar mano de su imaginación y, sobre todo, de su astucia.

Sin pensárselo dos veces, le dijo al tigre:

– ¡Eh, amigo! ¡Ni se te ocurra hacerme daño!

El felino escuchó la vocecilla del zorro y estuvo a punto de partirse de risa ¡Tenía mucha gracia que un animalejo tan simplón, pequeño e indefenso, le dijera lo que tenía que hacer!

Pero el zorrito, siguió hablando.

– Por si no lo sabes, soy el rey de los animales ¡Ni siquiera el enorme elefante puede conmigo, así que tú mucho menos!

El tigre, por supuesto, no le creyó, pero empezó a sentir curiosidad y decidió seguir la conversación, a ver qué otras tonterías le contaba.

– ¿El rey de los animales? ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, que gracioso eres!

El zorro sudaba a mares, pero intentó disimular el nerviosismo que le recorría el cuerpo todo lo que pudo. Carraspeó para aclararse la voz e intentando parecer muy seguro de sí mismo, replicó:

– ¡Por supuesto que lo soy! ¡Todos por aquí me tienen miedo, mucho miedo! Si quieres, te lo demostraré, pero tienes que soltarme. Tranquilo, podrás ir detrás de mí y así te asegurarás de que yo no huya.

El tigre dudó un poco, pero su intriga iba en aumento y no podía quedarse con las ganas de averiguar si ese zorrito parlanchín le decía la verdad.

– ¡Está bien, pero si intentas jugármela, te arrepentirás!

El tigre abrió las fauces y el zorro cayó al suelo sobre las cuatro patas que todavía le temblaban por el miedo. Se sacudió un poco el pelaje y le dijo al felino:

– Ahora vas a ver cómo todos los animales me temen y echan a correr en cuanto me ven. Tú ven detrás de mí ¿De acuerdo?

– Muy bien… ¡Camina, que no tengo toda la tarde!

El zorro comenzó a andar con la cabeza muy estirada y dándose aires de grandeza, seguido muy de cerca por el temible tigre. Tal y como había asegurado, a su paso los animales se apartaron y huyeron despavoridos.

Los pájaros se escondieron en sus nidos, los monos treparon por los árboles chillando para avisar a sus compañeros y los topos se metieron en profundas galerías subterráneas. Los que no podían correr, buscaron la manera de zafarse del peligro, como las serpientes, que se quedaron quietas como estatuas para pasar desapercibidas.

¡El tigre no se lo podía creer! ¡Era cierto que ese pequeño zorro era un auténtico jefe y que causaba temor sobre el resto de animales!

¿Y vosotros? … ¿También os habéis tragado la mentira del zorro?… Seguro que ya os habéis dado cuenta del truco que utilizó: sabía que si caminaba con un tigre detrás, los animales no huirían de él, sino del fiero felino que le pisaba los talones.

Como era un zorro listo, el plan funcionó: allí no quedaba un alma y el tigre se preguntaba por qué un insignificante zorro podía espantar a otros animales mucho más fuertes y grandes que él. Tan alucinado estaba, que se despistó. El zorrito aprovechó la oportunidad, echó a correr, se internó en la oscuridad del bosque, y consiguió salvar su vida.

Moraleja: La inteligencia y la astucia son más importantes que la fuerza. Nunca pienses que una persona, por ser más pequeña o aparentemente más débil, es menos válida que tú.



viernes, 2 de junio de 2017

Nasreddín y la lluvia



Hace mucho, mucho tiempo, vivió en la India un muchacho llamado Nasreddín. Aunque en apariencia era un chico como todos los demás, su inteligencia llamaba la atención. Allá donde iba todo el mundo le reconocía y admiraba su sabiduría. Por alguna razón, siempre vivía historias y situaciones muy curiosas, como la que vamos a relatar.

Un día estaba Nasreddín en el jardín de su casa cuando un amigo fue a buscarle para ir a cazar.

– ¡Hola, Nasreddín! Me voy al campo a ver si atrapo alguna liebre. He traído dos caballos porque pensé que a lo mejor, te apetecía acompañarme. Otros diez amigos nos esperan a la salida del pueblo ¿Te vienes?

– ¡Claro, buena idea! En un par de minutos estaré listo.

Nasreddín entró en casa, se aseó un poco y volvió a salir al encuentro de su amigo. Partió montado a caballo y enseguida se dio cuenta de que era un animal viejo y que el pobre trotaba muy despacio, pero por educación, no dijo nada y se conformó.

Una vez reunido el grupo, los doce jinetes cabalgaron campo a través, pero el pobre Nasreddín se quedó atrás porque su caballo caminaba tan lento como un borrico. Sin poder hacer nada, vio cómo le adelantaban y se perdían en la lejanía.

De repente, estalló una tormenta y comenzó a llover con mucha fuerza. Todos los cazadores azuzaron a sus animales para que corrieran a la velocidad del rayo y consiguieron guarecerse en una posada que encontraron por el camino. A pesar de que fue una carrera de tres o cuatro minutos, llegaron totalmente empapados, calados hasta los huesos. Tuvieron que quitarse las ropas y escurrirlas como si las hubieran sacado del mismísimo océano.

A Nasreddín también le sorprendió la lluvia, pero en vez de correr como los demás en busca de refugio, se quitó la ropa, la dobló, y desnudo, se sentó sobre ella para protegerla del agua. Él, por supuesto, también se empapó, pero cuando acabó la tormenta y su piel se secó bajo los rayos de sol, se puso de nuevo la ropa seca y retomó el camino. Un rato después, al pasar por la posada, vio los once caballos atados junto a la puerta y se detuvo para reencontrarse con sus amigos.

Todos estaban sentados alrededor de una gran mesa bebiendo vino y saboreando ricos caldos humeantes. Cuando apareció Nasreddín, no podían creer lo que estaban viendo ¡Llegaba totalmente seco!

El amigo que le había invitado a la cacería, se puso en pie y muy sorprendido, le habló:

– ¿Cómo es posible que estés tan seco? A ti te ha pillado la tormenta igual que a nosotros. Si a pesar de que nuestros caballos son veloces nos hemos mojado… ¿Cómo puede ser que tú, que has tardado mucho más, no lo estés?

Nasreddín le miró y muy tranquilamente, sólo le respondió:

– Todo se lo debo al caballo que me dejaste.

El amigo se quedó en silencio y pensó que allí había gato encerrado. Dispuesto a descubrir el truco, tomó la decisión de que al día siguiente, para el camino de vuelta a casa, le daría a Nasreddín su joven y rápido caballo, y él se quedaría con el caballo lento.

Después del amanecer, partieron hacia el pueblo con los caballos intercambiados. De nuevo, se repitió la historia: el cielo se oscureció y de unas nubes negras como el carbón comenzaron a caer gotas de lluvia del tamaño de avellanas.

El amigo de Nasreddín, que iba en el caballo lento, se mojó todavía más que el día anterior porque tardó el doble de tiempo en llegar al pueblo. En cambio, Nasreddín, repitió la operación: se bajó rápidamente de su caballo, dobló la ropa, se sentó sobre ella, y desnudo, esperó a que cesara la lluvia. Soportó la tormenta sobre su cabeza, pero cuando cesó de llover y salió el sol, no tardó secarse y se puso la ropa seca. Después, retomó el camino a casa.

Por casualidad, ambos se cruzaron en el camino justo a la entrada del pueblo. El amigo chorreaba agua por todas partes y cuando vio a Nasreddín más seco que una uva pasa, se enfadó muchísimo.

– ¡Mira cómo me he puesto! ¡Estoy tan mojado que tendré suerte si no pillo una pulmonía! ¡La culpa es tuya por darme el caballo lento!

Nareddín, como siempre, sacó una gran enseñanza de lo sucedido. Sin levantar la voz, le contestó:

– Amigo… Dos veces te ha pillado la tormenta, a la ida en un caballo rápido, a la vuelta en un caballo lento, y las dos veces te has mojado. En tus mismas circunstancias, yo he acabado totalmente seco. Reflexiona: ¿No crees que la culpa no es del caballo, sino de que tú no has hecho nada de nada por buscar una solución?

Su amigo, avergonzado, calló. Nasreddín, como siempre, tenía toda la razón.

Moraleja: Cuando algo nos sale mal, no podemos echar la culpa siempre a los demás o a las circunstancias. Tenemos que aprender que muchas veces, el éxito o el fracaso dependen de nosotros y de nuestra actitud ante las cosas.

Si un día estamos ante un problema, lo mejor es pensar en la mejor manera de solucionarlo y actuar con decisión.