Hace mucho, mucho tiempo, vivió en la India un muchacho llamado Nasreddín. Aunque en apariencia era un chico como todos los demás, su inteligencia llamaba la atención. Allá donde iba todo el mundo le reconocía y admiraba su sabiduría. Por alguna razón, siempre vivía historias y situaciones muy curiosas, como la que vamos a relatar.
Un día estaba Nasreddín en el jardín de su casa cuando un amigo fue a buscarle para ir a cazar.
– ¡Hola, Nasreddín! Me voy al campo a ver si atrapo alguna liebre. He traído dos caballos porque pensé que a lo mejor, te apetecía acompañarme. Otros diez amigos nos esperan a la salida del pueblo ¿Te vienes?
– ¡Claro, buena idea! En un par de minutos estaré listo.
Nasreddín entró en casa, se aseó un poco y volvió a salir al encuentro de su amigo. Partió montado a caballo y enseguida se dio cuenta de que era un animal viejo y que el pobre trotaba muy despacio, pero por educación, no dijo nada y se conformó.
Una vez reunido el grupo, los doce jinetes cabalgaron campo a través, pero el pobre Nasreddín se quedó atrás porque su caballo caminaba tan lento como un borrico. Sin poder hacer nada, vio cómo le adelantaban y se perdían en la lejanía.
De repente, estalló una tormenta y comenzó a llover con mucha fuerza. Todos los cazadores azuzaron a sus animales para que corrieran a la velocidad del rayo y consiguieron guarecerse en una posada que encontraron por el camino. A pesar de que fue una carrera de tres o cuatro minutos, llegaron totalmente empapados, calados hasta los huesos. Tuvieron que quitarse las ropas y escurrirlas como si las hubieran sacado del mismísimo océano.
A Nasreddín también le sorprendió la lluvia, pero en vez de correr como los demás en busca de refugio, se quitó la ropa, la dobló, y desnudo, se sentó sobre ella para protegerla del agua. Él, por supuesto, también se empapó, pero cuando acabó la tormenta y su piel se secó bajo los rayos de sol, se puso de nuevo la ropa seca y retomó el camino. Un rato después, al pasar por la posada, vio los once caballos atados junto a la puerta y se detuvo para reencontrarse con sus amigos.
Todos estaban sentados alrededor de una gran mesa bebiendo vino y saboreando ricos caldos humeantes. Cuando apareció Nasreddín, no podían creer lo que estaban viendo ¡Llegaba totalmente seco!
El amigo que le había invitado a la cacería, se puso en pie y muy sorprendido, le habló:
– ¿Cómo es posible que estés tan seco? A ti te ha pillado la tormenta igual que a nosotros. Si a pesar de que nuestros caballos son veloces nos hemos mojado… ¿Cómo puede ser que tú, que has tardado mucho más, no lo estés?
Nasreddín le miró y muy tranquilamente, sólo le respondió:
– Todo se lo debo al caballo que me dejaste.
El amigo se quedó en silencio y pensó que allí había gato encerrado. Dispuesto a descubrir el truco, tomó la decisión de que al día siguiente, para el camino de vuelta a casa, le daría a Nasreddín su joven y rápido caballo, y él se quedaría con el caballo lento.
Después del amanecer, partieron hacia el pueblo con los caballos intercambiados. De nuevo, se repitió la historia: el cielo se oscureció y de unas nubes negras como el carbón comenzaron a caer gotas de lluvia del tamaño de avellanas.
El amigo de Nasreddín, que iba en el caballo lento, se mojó todavía más que el día anterior porque tardó el doble de tiempo en llegar al pueblo. En cambio, Nasreddín, repitió la operación: se bajó rápidamente de su caballo, dobló la ropa, se sentó sobre ella, y desnudo, esperó a que cesara la lluvia. Soportó la tormenta sobre su cabeza, pero cuando cesó de llover y salió el sol, no tardó secarse y se puso la ropa seca. Después, retomó el camino a casa.
Por casualidad, ambos se cruzaron en el camino justo a la entrada del pueblo. El amigo chorreaba agua por todas partes y cuando vio a Nasreddín más seco que una uva pasa, se enfadó muchísimo.
– ¡Mira cómo me he puesto! ¡Estoy tan mojado que tendré suerte si no pillo una pulmonía! ¡La culpa es tuya por darme el caballo lento!
Nareddín, como siempre, sacó una gran enseñanza de lo sucedido. Sin levantar la voz, le contestó:
– Amigo… Dos veces te ha pillado la tormenta, a la ida en un caballo rápido, a la vuelta en un caballo lento, y las dos veces te has mojado. En tus mismas circunstancias, yo he acabado totalmente seco. Reflexiona: ¿No crees que la culpa no es del caballo, sino de que tú no has hecho nada de nada por buscar una solución?
Su amigo, avergonzado, calló. Nasreddín, como siempre, tenía toda la razón.
Moraleja: Cuando algo nos sale mal, no podemos echar la culpa siempre a los demás o a las circunstancias. Tenemos que aprender que muchas veces, el éxito o el fracaso dependen de nosotros y de nuestra actitud ante las cosas.
Si un día estamos ante un problema, lo mejor es pensar en la mejor manera de solucionarlo y actuar con decisión.
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