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lunes, 30 de octubre de 2017

La zorra a la que se le llenó su vientre



Una zorra hambrienta encontró en el tronco de una encina unos pedazos de carne y de pan que unos pastores habían dejado escondidos en una cavidad. Y entrando en dicha cavidad, se los comió todos.

Pero tanto comió y se le agrandó tanto el vientre que no pudo salir. Empezó a gemir y a lamentarse del problema en que había caído.

Por casualidad pasó por allí otra zorra, y oyendo sus quejidos se le acercó y le preguntó que le ocurría. Cuando se enteró de lo acaecido, le dijo:

-- ¡Pues quédate tranquila hermana hasta que vuelvas a tener la forma en que estabas, entonces de seguro podrás salir fácilmente sin problema!

Con paciencia se resuelven muchas dificultades.



jueves, 26 de octubre de 2017

Los dos conejos



La primavera había llegado al campo. El sol brillaba sobre la montaña y derretía las últimas nieves. Abajo, en la pradera, los animales recibían con gusto el calorcito propio del cambio de temporada. La brisa tibia y el cielo azul, animaron a salir de sus madrigueras a muchos animales que llevaban semanas escondidos ¡Por fin el duro invierno había desaparecido!

Las vacas pacían tranquilas mordisqueando briznas de hierba y las ovejas, en grupo, seguían al pastor al ritmo de sus propios balidos. Los pajaritos animaban la jornada con sus cantos y, de vez en cuando, algún caballo salvaje pasaba galopando por delante de todos, disfrutando de su libertad.

Los más numerosos eran los conejos. Cientos de ellos aprovechaban el magnífico día para ir en busca de frutos silvestres y, de paso, estirar sus entumecidas patas.

Todo parecía tranquilo y se respiraba paz en el ambiente, pero, de repente, de entre unos arbustos, salió un conejo blanco corriendo y chillando como un loco. Su vecino, un conejo gris que se consideraba a sí mismo muy listo, se apartó hacia un lado y le gritó:

– ¡Eh, amigo! ¡Detente! ¿Qué te sucede?

El conejo blanco frenó en seco. El pobre sudaba a chorros y casi no podía respirar por el esfuerzo. Jadeando, se giró para contestar.

– ¿Tú que crees? No hace falta ser muy listo para imaginar que me están persiguiendo, y no uno, sino dos enormes galgos.

El conejo gris frunció el ceño y puso cara de circunstancias.

– ¡Vaya, pues sí que es mala suerte! Tienes razón, por allí los veo venir, pero he de decirte que no son galgos.

Y como quien no quiere la cosa, comenzaron a discutir.

– ¿Qué no son galgos?

– No, amigo mío… Son perros de otra raza ¡Son podencos! ¡Lo sé bien porque ya soy mayor y he conocido muchos a lo largo de mi vida!

– ¡Pero qué dices! ¡Son galgos! ¡Tienen las patas largas y esa manera de correr les delata!

– Lo siento, pero estás equivocado ¡Creo que deberías revisarte la vista, porque no ves más allá de tus narices!

– ¿Eso crees? ¿No será que ya estás demasiado viejo y el que necesita gafas eres tú?

– ¡Cómo te atreves!…

Enzarzados en la pelea, no se dieron cuenta de que los perros se habían acercado peligrosamente y los tenían sobre el cogote. Cuando notaron el calor del aliento canino en sus largas orejas, dieron un gran salto a la vez y, por suerte, consiguieron meterse en una topera que estaba medio camuflada a escasa distancia.

Se salvaron de milagro, pero una vez bajo tierra, se sintieron muy avergonzados. El conejo blanco fue el primero en reconocer lo estúpido que había sido.

– ¡Esos perros casi nos hincan el diente! ¡Y todo por liarnos a discutir sobre tonterías en vez de poner a salvo el pellejo!

El viejo conejo gris, asintió compungido.

– ¡Tienes toda la razón! No era el momento de pelearse por algo tan absurdo ¡Lo importante era huir del enemigo!

Los conejos de esta fábula se fundieron en un abrazo y, cuando los perros, fueran galgos o podencos, se alejaron, salieron a dar un paseo como dos buenos amigos que, gracias a su torpeza, habían aprendido una importante lección.

Moraleja: En la vida debemos aprender a distinguir las cosas que son realmente importantes de las que no lo son. Esto nos resultará muy útil para no perder el tiempo en cosas que no merecen la pena.



lunes, 23 de octubre de 2017

Las dos ranas



Había una vez una rana que siempre se sentía feliz porque, por fortuna, sus padres la habían traído al mundo muy cerca del mar. ¿Acaso había un lugar mejor para vivir?

Una maravillosa mañana de primavera, como cada día, se despertó y se acercó a la orilla para disfrutar del bello espectáculo que ofrecían las olas. Podía pasarse horas mirando la espuma y dejando que la brisa y las pequeñas gotitas saladas salpicaran sus mofletes.

Después de un buen rato, la juguetona ranita pensó que era hora de dar una vuelta por los alrededores.

– Seguro que mis amigos los sapos están jugando al escondite junto al estanque. ¡Iré hasta allí a echar un vistazo!

Se alejó del agua y se adentró en el campo dando saltitos entre las flores. En uno de esos brincos, calculó mal la distancia y, sin querer, cayó en un pozo oscuro y profundo.

– Pero… ¿Dónde estoy? ¡Qué sitio tan lúgubre! ¿Hay alguien por aquí?

De repente, oyó una voz. Entre la penumbra, distinguió una rana. Era verde como ella y calculó que más o menos tendría su misma edad, a pesar de que estaba más sucia y parecía más avejentada. La desconocida le habló con desparpajo.

– ¡Hola, amiga! ¡Qué bien que hayas venido! ¡Me hace mucha ilusión recibir visitas!

– Bueno… En realidad, he caído sin querer, pero gracias por tu cálida acogida.

– Dime… ¿De dónde vienes? ¿Vives por aquí cerca?

– No vivo demasiado lejos… Si sales del pozo y tomas el primer sendero a la izquierda, hay una arboleda donde suelo echar la siesta. Al fondo, unos doscientos saltos más allá, está la playa. ¡Ahí vivo yo!

– Entonces… ¿Tu casa está cerca del mar?

– ¡Sí, claro, justo al lado!

La rana del pozo nunca había visto el mar. En realidad, la pobre jamás había salido de ese agujero donde había nacido y le entró una curiosidad tremenda.

– Dime… ¿Es grande el mar?

La rana saltarina abrió los ojos como platos y puso una cara que reflejaba extrañeza y sorpresa a la vez.

– ¿Bromeas?… ¡Decir que es grande es quedarse corto! El mar es enorme… ¡Qué digo enorme!… ¡Es inmenso!

La rana del pozo se quedó callada, tratando de imaginarse cuán grande era. Tras unos segundos en silencio, sumida en sus pensamientos, volvió a preguntar:

– Pero… ¿El mar es tan grande como mi pozo?

La otra no daba crédito a lo que estaba escuchando.

– ¡Qué dices! ¡Pues claro que es más grande que tu pozo, muchísimo más! Este lugar es muy pequeño y el mar parece… ¡Parece infinito!

A la rana del pozo se le agrió la cara y se puso a la defensiva.

– ¡Eres una mentirosa! ¿Cómo te atreves a decir algo así en mi propia casa? ¡No hay nada más grande que mi pozo!

– ¡Yo no soy una mentirosa! ¡Te estoy diciendo la verdad!

La rana del pozo de enfadó y roja de ira, gritó a su perpleja invitada.

– ¡Vete, no quiero que vengas nunca más por aquí!

La ranita, asustada, dio un salto con doble pirueta y salió del agujero. La repentina luz le deslumbró y enseguida notó el calor de los rayos del sol resbalando por su piel.

Mientras regresaba a su casa, sin ni siquiera mirar atrás, sintió algo de pena en el corazón. Conocer a la rana del pozo le había hecho darse cuenta de que hay quien sólo piensa en lo suyo y no quiere ver más allá de sí mismo y de lo que le rodea. A la ranita saltarina le parecía muy triste esa actitud, pero en cuanto divisó el mar, una sonrisa se dibujó en su rostro y se dijo a sí misma:

– Una pena, pero qué le vamos a hacer… ¡Ella se lo pierde!

Y saltando y saltando, llegó hasta la orilla y se sentó a mirar los peces de colores meciéndose al vaivén de las olas.

Moraleja: Esta fábula nos enseña que debemos ir por la vida con la mente abierta. No hay nada como conocer mundo para darse cuenta de que somos una pequeñísima parte del Universo y que lo nuestro no tiene por qué ser lo mejor.



viernes, 20 de octubre de 2017

Los caminantes



Hace mucho tiempo, un día de primavera, iban dos hombres paseando juntos mientras charlaban de las cosas del día a día. Se llevaban muy bien y a ambos les gustaba la compañía del otro.

De repente, uno de ellos llamado Juan, vio algo que le llamó la atención.

-¡Eh, mira eso! ¡Es una bolsa de piel! Alguien ha debido de perderla ¿Qué habrá dentro? ¡Venga, vamos a comprobarlo!

Su amigo Manuel, le miró intrigado.

– Está bien… ¡Quizá contenga algo de valor!

Aceleraron el paso y cogieron la bolsa con cuidado. Estaba atada fuertemente con una cuerda, pero eran dos tipos hábiles y la desenrollaron en menos que canta un gallo. Cuando vieron su contenido, no se lo podían creer.

– ¡Oh, esto es increíble! ¡Está llena de monedas de oro! – exclamó Manuel exultante de felicidad – ¡Qué suerte hemos tenido!

A Juan se le congeló la sonrisa y contestó a su amigo con desdén.

– ¿Hemos?… ¿Qué quieres decir con que hemos tenido suerte? Perdona, pero soy yo quien ha visto la bolsa, así que todo este dinero es mío y sólo mío.

Manuel se quedó abatido. Se suponía que eran amigos y le pareció fatal una actitud tan egoísta. Aun así, decidió acatar su decisión y dejar que todo fuera para él. Retomaron el camino sin dirigirse la palabra, Juan con una sonrisa de oreja a oreja y Manuel, como es lógico, muy disgustado.

Apenas habían pasado quince minutos cuando, a lo lejos, vieron que cinco hombres con muy mala pinta se acercaban a ellos montados a caballo. Antes de que pudieran reaccionar, los tenían a su lado a punto de robarles todo aquello de valor que llevaban encima. El jefe de la banda se percató de que Juan escondía un saco en su mano derecha.

-¡Rodead a este! – gritó con voz desagradable, como si se le hubiera metido un cuervo en la garganta – ¡Me apuesto el pescuezo a que la bolsa que lleva está repleta de dinero contante y sonante!

Los ladrones ignoraron a Manuel porque no llevaba nada encima ¡Sólo les interesaba el saco de monedas de Juan! Manuel aprovechó para alejarse sigilosamente del grupo, pero para Juan no había escapatoria posible. Los cinco bandidos le tenían completamente acorralado. Con el rabillo del ojo vio cómo Manuel se largaba de allí y le dijo:

– ¡Estamos perdidos! ¡Estos hombres nos van a dejar sin nada!

– ¿Qué quieres decir con que estamos perdidos? Me dejaste muy claro que el tesoro era tuyo y solamente tuyo, así que ahora apáñatelas como puedas con estos ladrones, porque yo me voy.

Manuel puso pies en polvorosa y desapareció de su vista en un abrir y cerrar de ojos. Su egoísta compañero se quedó sólo frente a los cinco bandidos, intentando resistirse tanto como pudo. Al final, no le sirvió de nada, porque se quedó sólo ante el peligro y le arrebataron la bolsa a empujones. Los ladrones se fueron con el botín y se quedó tirado en el suelo, dolorido y con magulladuras por todo el cuerpo.

Tardó un buen rato en recomponerse y tomar el camino de vuelta a casa. Mientras regresaba, tuvo tiempo para reflexionar y darse cuenta del error que había cometido. La avaricia le había hecho perder no sólo las monedas, sino también a un buen amigo.

Moraleja: Si no te comportas como buen amigo de tus amigos, no esperes que en los malos momentos ellos estén ahí para ayudarte.



martes, 17 de octubre de 2017

El hombre que quería ver el mar



Había una vez un hombre que vivía en un pueblecito del interior de la India. Toda su vida se había dedicado a trabajar duramente para poder sobrevivir. Jamás se había permitido lujo alguno y todo lo que ganaba lo destinaba a mantener su casa y comprar unos pocos alimentos.

Su día a día carecía de emociones y entretenimientos, pero nunca se quejaba de su suerte. Pensaba que era lo que le había tocado vivir y se conformaba sin rechistar.

Sólo había algo que deseaba con todas sus fuerzas: ver el mar. Desde pequeño se preguntaba si sería tan espectacular como algunos ancianos, que en otro tiempo habían sido pescadores, le habían contado. Le fascinaba escuchar sus historias, plagadas de anécdotas sobre enormes peces y tremendos oleajes que derribaban barcos de una sola embestida. Sí… Ver el mar era su único deseo antes de morir.

Durante años, guardó cada semana una moneda con el fin de ahorrar y algún día poder emprender ese deseado viaje que le llevaría a la costa.

Una mañana, por fin, el hombre sintió que ya había trabajado bastante y que el gran momento de cumplir su sueño había llegado. Cogió la oxidada cajita de metal donde puntualmente guardaba el poco dinero que le sobraba y contó unas decenas de rupias ¡Tenía ahorros suficientes para poder permitirse ser un viajero libre como el viento durante una semana!

La ilusión le desbordaba y preparó todo con mucho esmero: la ropa, el calzado, las provisiones que debía llevar… En cuanto tuvo todo listo, tomó el primer tren hacia la costa y, una vez instalado, se quedó dormido a pesar del ruido de la gente y de los animales que iban en los vagones de carga.

El aviso de que había llegado a su destino le despertó. Cogió el petate y, emocionado, corrió a ver el mar. Cuando sus ojos se abrieron frente a él, se llenaron de lágrimas de felicidad.

– ¡Oh, qué hermoso es! Mucho más grande y azul de lo que me había imaginado….

Se quitó las sandalias y sintió la fina arena bajo sus pies. Muy despacio, caminó hasta la orilla dejando que la brisa del atardecer bañara su cara. Después, en silencio, contempló las olas, escuchó su increíble sonido y, entonces, se agachó para probar el agua. Juntó sus manos, dejó que se inundaran y bebió un poco. De repente, su cara reflejó un inesperado gesto de desagrado; frunció los labios e inmediatamente, escupió el líquido de su boca. Un poco abatido, suspiró:

– ¡Qué pena!… ¡Con lo maravilloso que es el mar y lo mal que sabe!

Moraleja: A veces nos ilusionamos tanto con algo que queremos tener que lo imaginamos perfecto y más grandioso de lo que es en realidad; por eso, cuando por fin lo conseguimos, siempre hay algo que nos decepciona. No pasa nada si las cosas no son o no suceden exactamente tal y como deseamos. Lo mejor es ser positivos y ver siempre la parte buena de todo lo que nos ofrece la vida.



sábado, 14 de octubre de 2017

El padre y las dos hijas



Había una vez un hombre que tenía dos hijas. Meses atrás, las dos jovencitas se habían ido del hogar familiar para iniciar una nueva vida.

La mayor, contrajo matrimonio con un joven hortelano. Juntos trabajaban día y noche en su huerto, donde cultivaban todo tipo de frutas y verduras que, cada mañana, vendían en el mercado del pueblo. La más pequeña, en cambio, se casó con un hombre que tenía un negocio bien distinto, pues era fabricante de ladrillos.

Una tarde, el padre se animó a dar un largo paseo y de paso, visitar a sus queridas hijas para saber de ellas. Primero, acudió a casa de la que vivía en el campo.

– ¡Hola, mi niña! Vengo a ver qué tal te van las cosas.

– Muy bien, papá. Estoy muy enamorada de mi esposo y soy muy feliz con mi nueva vida.

– ¡Me alegro mucho por ti, hija mía!

– Sólo tengo un deseo que me inquieta: que todos los días llueva para que las plantas y los árboles crezcan con abundante agua y jamás nos falte fruta y verdura para vender.

El padre se despidió pensando que ojalá se cumpliera su deseo y, sin prisa, se dirigió a casa de su otra hija.

– ¡Hola, querida! Pasaba por aquí para saber cómo te va todo.

– Estoy muy bien, papá. Mi marido me trata como a una princesa y la vida nos sonríe.

– ¡Cuánto me alegra saberlo, hija!

– Bueno, aunque tengo un deseo especial: que siempre haga calor y que no llueva nunca; es la única manera de que los ladrillos se sequen bajo el sol y no se deshagan con el agua ¡Si hay tormentas será un desastre!

El padre pensó que ojalá se cumpliera también el deseo de su hija pequeña, pero en seguida cayó en la cuenta de que, si se cumplía lo que una quería, perjudicaría a la otra, y al revés sucedería lo mismo.

Caminó despacio y, mirando al cielo, exclamó desconcertado:

– Si una quiere que llueva y la otra no, como padre ¿qué debo desear yo?

La pregunta que se hizo no tenía respuesta. Llegó a la conclusión de que a menudo, el destino es quien tiene la última palabra.

Moraleja: es imposible tratar de complacer a todo el mundo.



miércoles, 11 de octubre de 2017

La zorra y las uvas



Cuenta la fábula que, hace muchos años, vivía una zorra que un día se sintió muy agobiada. Se había pasado horas y horas de aquí para allá, intentando cazar algo para poder comer. Desgraciadamente, la jornada no se le había dado demasiado bien. Por mucho que vigiló tras los árboles, merodeó por el campo y escuchó con atención cada ruido que surgía de entre la hierba, no logró olfatear ninguna presa que llevarse a la boca.

Llegó un momento en que estaba harta y sobrepasada por la desesperación. Tenía mucha hambre y una sed tremenda porque además, era un día de bastante calor. Deambuló por todos lados hasta que al fin, la suerte se puso de su lado.

Colgado de una vid, distinguió un racimo de grandes y apetitosas uvas. A la zorra se le hizo la boca agua ¡Qué dulces y jugosas parecían! … Pero había un problema: el racimo estaba tan alto que la única manera de alcanzarlo era dando un gran brinco. Cogió impulso y, apretando las mandíbulas, saltó estirando su cuerpo lo más que pudo.

No hubo suerte ¡Tenía que concentrarse para dar un salto mucho mayor! Se agachó y tensó sus músculos al máximo para volver a intentarlo con más ímpetu, pero fue imposible llegar hasta él. La zorra empezaba a enfadarse ¡Esas uvas maduras tenían que ser suyas!

Por mucho que saltó, de ninguna manera consiguió engancharlas con sus patas ¡Su rabia era enorme! Frustrada, llegó un momento en que comprendió que nada podía hacer. Se trataba de una misión imposible y por allí no había nadie que pudiera echarle una mano. La única opción, era rendirse. Su pelaje se había llenado de polvo y ramitas de tanto caerse al suelo, así que se sacudió bien y se dijo a sí misma:

– ¡Bah! ¡Me da igual! Total… ¿Para qué quiero esas uvas? Seguro que están verdes y duras como piedras! ¡Que se las coma otro!

Y así fue como la orgullosa zorra, con el cuello muy alto y creyéndose muy digna, se alejó en busca de otro lugar donde encontrar alimentos y agua para saciar su sed.

Moraleja: si algo es inalcanzable para ti o no te ves capaz de conseguirlo, no debes culpar a los demás o a las circunstancias. Es bueno reconocer y aceptar que todos tenemos muchas capacidades, pero también limitaciones.



sábado, 7 de octubre de 2017

El labrador y el árbol



Había una vez un campesino que se pasaba el día cuidando sus tierras. En ellas crecían muchos productos de la huerta y decenas de árboles frutales. Con mucho esmero cultivaba hortalizas con las que después elaboraba deliciosos guisos y sopas. En cuanto a los árboles, le proporcionaban ricas manzanas, naranjas jugosas y otras frutas maduradas al sol.

Arrinconado, en una esquina de la finca, había un arbolito que nunca daba frutos. Era pequeño y ni siquiera en primavera nacía de él una sola flor. Era un árbol tan feo que la mayoría de los animales le ignoraban, pues sólo tenían ojos para los frondosos y floridos árboles que abundaban por allí. Parecía que su única misión en la vida era servir de refugio a los gorriones y a una familia de cigarras de esas que no paran cantar a todas horas.

Un día, el labrador se hartó de verlo y decidió deshacerse de él.

– ¡Ahora mismo voy a acabar con ese árbol! No me sirve para nada, afea mi finca y sólo está ahí para incordiar.

Abrió la caja de herramientas, se puso unos guantes y empuñó un hacha afiladísima. Atravesó sus ricas tierras y se acercó al árbol, dispuesto a talarlo. Justo antes del primer impacto sobre el tronco, los gorriones comenzaron a suplicar.

– ¡No, por favor, no lo hagas!

– ¡Claro que lo haré! La vida de este árbol ha llegado a su fin.

– ¡No, no! Este arbolito es nuestro hogar. Sus hojas, aunque son pequeñas, nos protegen del sol y aquí construimos nuestros nidos.

– ¡Y a mí qué me importa! Es un árbol horrible e inútil.

Sin atender a las súplicas de los pajaritos, asestó su primer hachazo. El árbol se tambaleó un poco y el ruido despertó a las cigarras que se escondían en la corteza del tronco. Un poco mareadas, se encararon con el campesino.

– ¿Pero qué hace? – ¡No mate este árbol, por favor!

– ¿Quién me habla?

– ¡Somos nosotras, las cigarras! Estamos frente a usted, en el árbol. Si lo destruye, no sabremos a dónde ir. Es nuestra casa desde hace años y somos felices viviendo aquí.

– ¡Paparruchas! ¡No me vais a convencer! Usaré la madera para encender la chimenea en invierno ¡Vuestra vida y vuestros problemas me dan igual!

Atizó otro golpe al árbol y todos los animalillos tuvieron que aferrarse a él con fuerza para no rodar al suelo ¡Todo parecía perdido! Cuando dio el tercer golpe, el hacha impactó en una rama donde había un panal. Sin querer lo rozó y abrió en él una fina grieta. Gotitas de miel comenzaron a caer sobre su cara y resbalaron por sus labios.

¡Qué rica estaba! ¡Quién le iba a decir que escondido entre las ramas había un panal de rica miel! Tiró la herramienta y saboreó el néctar de oro hasta el empacho. No, pensándolo mejor, no podía talarlo. Miró a los animales, y les dijo:

– ¡Está bien! ¡Este árbol se queda aquí! A partir de ahora, lo mimaré para que las abejas vivan a gusto y fabriquen miel para mí.

Los animales respiraron tranquilos pero, en el fondo, se sintieron muy tristes al darse cuenta del egoísmo del labrador. No preservó el árbol por afecto a la naturaleza ni por respeto a quienes vivían en él, sino porque al descubrir el panal, vio que podía sacarle provecho.

Moraleja: hay que hacer el bien y ser justos con los que nos rodean por amor, por lealtad y por humanidad. Es muy egoísta hacerlo, como el protagonista de la fábula, sólo porque podemos obtener un beneficio.




miércoles, 4 de octubre de 2017

El viejo y sus hijos



Érase una vez un buen hombre que se ocupaba de las labores del campo. Toda su vida se había dedicado a labrar la tierra para obtener alimentos con los que sostener a su numerosa familia.

Era mayor y tenía varios hijos a los que sacar adelante. Todos eran buenos chicos, pero cada uno tenía un carácter tan distinto que se pasaban el día peleándose entre ellos por las cosas más absurdas. En casa siempre se escuchaban broncas, gritos y portazos.

El labrador estaba desesperado. Ya no sabía qué hacer para que sus hijos se llevaran bien, como debe ser entre hermanos que se quieren. Una tarde, se sentó junto a la chimenea del comedor y, al calor del fuego, se puso a meditar. Esos chicos necesitaban una lección que les hiciera entender que las cosas debían cambiar.

De repente, una lucecita iluminó su cerebro ¡Ya lo tenía!

– ¡Venid todos ahora mismo, tengo algo que deciros!

Los hermanos acudieron obedientemente a la llamada de su padre ¿Qué querría a esas horas?

– Os he mandado llamar porque necesito que salgáis fuera y recojáis cada uno un palo delgado, de esos que hay tirados por el campo.

– ¿Un palo? … Papá ¿estás bien? ¿Para qué quieres que traigamos un palo? –dijo uno de ellos tan sorprendido como todos los demás.

– ¡Haced lo que os digo y hacedlo ahora! – ordenó el padre.

Salieron juntos en tropel al exterior de la casa y en pocos minutos regresaron, cada uno con un palo del grosor de un lápiz en la mano.

– Ahora, dádmelos – dijo mirándoles a los ojos.

El padre cogió todos los palitos y los juntó con una fina cuerda. Levantó la vista y les propuso una prueba.

– Quiero ver quién de todos vosotros es capaz de romper estos palos juntos. Probad a ver qué sucede.

Uno a uno, los chicos fueron agarrando el haz de palitos y con todas sus fuerzas intentaron partirlos, pero ninguno lo consiguió. Estaban desconcertados. Entonces, el padre desató la cuerda que los unía.

– Ahora, coged cada uno el vuestro y tratad de romperlo.

Como era de esperar, fue fácil para ellos romper una simple ramita. Sin quitar el ojo a su padre, esperaron a escuchar qué era lo que tenía que decirles y qué explicación tenía todo aquello.

– Hijos míos, espero que con esto haya podido trasmitiros un mensaje claro sobre cómo han de comportarse los hermanos. Si no permanecéis juntos, será fácil que os hagan daño. En cambio, si estáis unidos y ponéis de vuestra parte para apoyaros los unos a los otros, nada podrá separaros y nadie podrá venceros ¿Comprendéis?

Los hermanos se quedaron con la boca abierta y se hizo tal silencio que hasta se podía oír el zumbido de las moscas. Su padre acababa de darles una gran lección de fraternidad con un sencillo ejemplo. Todos asintieron con la cabeza y muy emocionados, se abrazaron y prometieron cuidarse por siempre jamás.

Moraleja: cuida y protege siempre a los tuyos. La unión hace la fuerza.



domingo, 1 de octubre de 2017

El viejo perro cazador



Había una vez un hombre que vivía con su perro en una casa apartada de la ciudad. Se había criado en las montañas y era muy aficionado a la caza. Por supuesto, el chucho siempre le acompañaba, dispuesto a pasar un rato divertido con su querido dueño ¡A los dos les encantaban esos días al aire libre! Juntos paseaban, compartían la comida, bebían agua de fuentes naturales y disfrutaban de largas siestas.

Pero no todo era descansar. Cuando tocaba, el perro se adelantaba a su amo y husmeaba el terreno en busca de posibles presas. Estaba atento a cualquier sonido y vigilaba concienzudamente a su alrededor, por si algún incauto animal se dejaba ver por allí. El amo confiaba plenamente en el instinto de su perro ¡Jamás había tenido uno tan fiel y espabilado como él!

Pero con el paso de los años, el perro envejeció. Dejó de ser fuerte, dejó de ser ágil, y ya no estaba dispuesto a salir disparado cuando veía a una liebre o una perdiz. Últimamente se quejaba de que los huesos le crujían en cuanto hacía un pequeño esfuerzo. Su tripa había engordado tanto, que en cuanto corría un poco se sofocaba. Tampoco andaba ya muy bien de la vista y el oído le fallaba cada dos por tres. A pesar de todo, seguía sintiéndose un perro cazador y nunca dejaba que su amo saliera sólo al campo.

Una tarde, el perro avistó un orondo jabalí. Levantó la punta de las orejas, miró a su amo de reojo y salió corriendo lo más rápido que fue capaz hacia la magnífica presa. El incauto jabalí no le vio llegar y, de repente, sintió cómo unos colmillos se le clavaban en su oreja derecha. Por desgracia para el perro, sus dientes ya no eran afilados y fuertes como antaño. Tenía la boca medio desdentada y la mandíbula había dejado de ser como un implacable cepo. Por mucho que gruñó y apretó, el jabalí dio un par de sacudidas y escapó con una herida sin importancia.

En ese momento apareció el dueño; encontró al perro jadeando y con un ataque de tos ¡El pobre casi no podía respirar de tanto esfuerzo que había hecho! En vez de conmoverse, le reprendió.

– ¡Eres un desastre! ¡Se te ha escapado el jabalí! ¡Ya no sirves para cazar!

El animal le miró lastimosamente y le dijo:

– Querido amo… Sigo siendo el mismo perro fiel y cariñoso de siempre con el que usted ha pasado tantos buenos momentos. Lo único que ha cambiado, es que ahora soy mayor y mi cuerpo ya no responde como cuando era joven. Debes recordar lo que he sido para ti, todo lo que hemos vivido juntos, en vez de increparme porque ahora las fuerzas me fallen.

El amo recapacitó y sintió mucha ternura por ese animalito al que tanto quería. Tenía razón: el amor hacia él estaba por encima de todo lo demás. Sonriendo, acarició el lomo de su viejo amigo y, despacito, regresaron a casa.

Moraleja: respeta siempre a los ancianos. Aunque su cuerpo haya envejecido, siguen siendo las mismas personas de siempre, llenas de sentimientos y experiencias. Se merecen más que nadie que reconozcamos todo lo que han hecho por nosotros a lo largo de su vida.