Las abejas provienen de la mansión de los Dioses. Las primeras se instalaron según cuentas, en el monte Himeto, y se saciaron allí de los dulcísimos tesoros que engendra el soplo de los céfiros.
Cuando les robaron, la ambrosía que guardaban esas hijas del cielo en las celdas de su palacio, o para hablar claro, cuando a los panales, desprovistos de miel, sólo les quedo la cera, comenzó la fabricación de los cirios.
Uno de estos, viendo que la tierra, convertida en ladrillo por la acción del fuego, resistía las injurias del tiempo, quiso lograr aquel privilegio, y como nuevo Empedocles condenado al fuego por su insensatez, lanzase al horno.
Mala idea tuvo: aquel Cirio no entendía pizca de filosofía.
Todo es distinto en el mundo: sácate de la cabeza, amigo lector, que los demás seres sean de la misma pasta que tú: el Empedocles de cera se fundió en las brazas; tan loco fue como el otro.
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