¡Cuánto enriquecerían a los Dioses los peligros si nos acordásemos de las promesas que en ellos hicimos! Pero, pasado el apuro, nadie vuelve a pensar en lo ofrecido al cielo; sólo nos fijamos en lo que debemos a la tierra. “Júpiter, dice el impío, es un acreedor tolerante; jamás nos envía el alguacil” ¿Qué más alguacil que el trueno? ¿Qué nombre dais a esas advertencias?
Sorprendido por la tormenta, ofreció un navegante cien bueyes al vencedor de los titanes. El caso era que no tenía un solo buey, y lo mismo le hubiera costado prometer cien elefantes. Cuando estuvo en la playa, quemó algunos huesos, y el humo subió a las narices de Júpiter. “Señor Dios, le dijo, acepta mi promesa; perfume de buey sacrificado respira tu sacra majestad.
El humo es la parte que te corresponde; no te debo otra cosa.” Júpiter hizo como que reía; pero, pocos días después, tomó la revancha, enviándole un sueño para revelarle que en cierto lugar había un tesoro escondido. Nuestro hombre corrió a buscarlo; topó con unos ladrones, y no teniendo en la bolsa más que un escudo., prometioles cien talentos de oro, bien contados, del tesoro que buscaba y que estaba en tal punto soterrado. Parecioles sospechoso el sitio a los bandoleros, y uno de ellos le dijo: “Burlándote estás de nosotros, amiguito; muere, y llévale a Plutón tus cien talentos.”
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