Nada pesa tanto como un secreto: es una carga que abruma al sexo débil: y, en esto, conozco a muchos hombres que son mujeres también.
“¡Santos Cielos! ¿Qué es esto? ¡No puedo más! ¡Voy a reventar! ¡Ay! ¡He puesto un huevo!
-¿Un huevo?
-Sí, ahí lo tienes: aún esta caliente. No lo digas a nadie: me llamarían gallina.”
La mujer, ignorante en esta y otras muchas cosas, lo creyó, y puso a todos los dioses por testigos de la solemne promesa que hizo de callarse; pero los juramentos se desvanecieron justamente con las tinieblas nocturnas. Apenas rayó el día, dejó el lecho la indiscreta esposa, y corrió a buscar a la vecina:
“¡Ah, comadre! le dijo, ¡Si supieras lo que pasa! No me descubráis, porque lo pagaría yo: mi marido ha puesto un huevo tan grueso como el puño. ¡Por Dios guardad bien el secreto!
-¿Os burláis? Contesto la comadre: no sabéis quién soy yo. Id descansada.”
Y volvió satisfecha a su casa la habladora.
Ardía la otra en deseos de esparcir la novedad, y en seguida corrió a contarla de casa en casa; pero en lugar de un huevo, dijo tres. Y no quedaron en tres, porque otra comadre, habló de cuatro, refiriendo al caso oído, precaución excusada, porque ya no era un secreto para nadie. Y gracias a la pública voz y fama, fue creciendo el número de los huevos, y antes de acabar el día, eran ya más de ciento.
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