Tenía Júpiter una hacienda y quería darla a medias. Anunciola Mercurio: presentáronse varios campesinos, hicieron proposiciones, recibiéronlas, discutieron y disputaron, dando mil vueltas al asunto. Alegaban unos que la finca era dura de cultivar; ponían otros diferentes peros, y estando en esos tratos, uno de ellos, cuya audacia era mayor que su cautela, ofreció dar tanto, si Júpiter le dejaba disponer del tiempo: es decir que hiciese frío o calor, que lloviese o saliese el sol, a medida de su paladar.
Consiente Júpiter, ciérrase el trato, y nuestro hombre dispone a su guisa de los elementos, anubla o serena el cielo a su capricho, suelta las lluvias y los vientos a su antojo, y se arregla el clima y las estaciones a su gusto, sin que lo adviertan sus más próximos vecinos. Y eso les valió, porque tuvieron buena cosecha y llenaron hasta el tope la trot y la bodega.
En cambio, el aparcero de Júpiter salió con las manos en la cabeza. Al año siguiente dispuso y arregló de otra manera los cambios atmosféricos; pero no rindieron más sus campos, ni menos los de sus colindantes. No tuvo otro remedio que acudir al soberano de los dioses y confesar su imprevisión. Júpiter, benévolo siempre, apiadose de él.
Y la verdad es que nadie le enmienda tan fácilmente la plana a la providencia.
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