El ave de Júpiter arrebata por los aires un carnero: Un cuervo, que lo ve, tan voraz, como ella, aunque de menores bríos, quiere hacer lo mismo. Revolotea sobre el rebaño, se fija en el carnero más rollizo, reservado para el sacrifico, porque era en verdad, digno manjar de los dioses. Alegre como unas Pascuas, decía el cuervo en sus adentros, atisbando a su presa: “No se quien te ha criado, pero estás de buen año: pronto caerás en mis garras.” Diciendo y haciendo, se precipita sobre la baladora res. Pero ¡Ay! Pesaba más que una pieza de queso, y sus lanas, muy crecidas y espesas, eran tan crespas como las mismísimas barbas de Polifemo.
De tal manera se enredan en ella las garras del cuervo, que no puede desasirse; y para colmo de desdichas, acude el pastor, lo atrapa, lo enjaula, y lo entrega a sus chicuelos para que con él se diviertan.
Hay que medir las fuerzas propias: un mísero raterillo no puede emular las hazañas de un bandido afamado. El ejemplo ajeno nos pierde muchas veces: no basta darse importancia para ser un gran señor. Por donde pasa la avisa, queda enredado el mosquito.
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