Un mudo a nativitate,
y más sordo que una tapia,
vino a tratar con un ciego
cosas de poca importancia.
Hablaba el ciego por señas,
que para el mudo eran claras;
mas hízole otras el mudo,
y él a oscuras se quedaba.
En este apuro, trajeron,
para que los ayudara,
a un camarada de entrambos
que era manco, por desgracia.
Éste las señas del mudo
trasladaba con palabras,
y por aquel medio el ciego
del negocio se enteraba.
Por último resultó
de conferencia tan rara,
que era preciso escribir
sobre el asunto una carta.
«Compañeros -saltó el manco-,
mi auxilio a tanto no alcanza;
pero a escribirla vendrá
el dómine, si le llaman».
«¿Qué ha de venir -dijo el ciego-,
si es cojo, que apenas anda?
Vamos, será menester
ir a buscarle a su casa».
Así lo hicieron, y al fin
el cojo escribe la carta,
díctanla el ciego y el manco,
y el mudo parte a llevarla.
Para el consabido asunto,
con dos personas sobraba;
mas como eran ellas tales,
cuatro fueron necesarias.
Y a no ser porque ha tan poco
que en un lugar de la Alcarria
acaeció esta aventura
(testigos más de cien almas),
bien pudiera sospecharse
que estaba adrede inventada
por alguno que con ella
quiso pintar lo que pasa
cuando, juntándose muchos
en pandilla literaria,
tienen que trabajar todos
para una gran patarata.
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