Esta es la historia de un hombre que era tan avaricioso cuyo mayor deseo y aspiración en el mundo era poseer abundantes riquezas que le permitieran sentirse una persona de gran importancia y cuyo nombre fuese trascendental.
Hubo un día en el que se levantó con ganas de vender todo lo que poseía; así que tomó todas sus pertenecías y partió rumbo a la ciudad encima de su adorado burrito. Una vez que llego a la ciudad, cambio todo lo que traía, incluso hasta el pobre burrito, por un lingote de oro muy brillante. No pensó, ni se apiadó ni del pobre burro que él tanto quería porque para él lo único importante era poseer riquezas.
Mientras regresaba a su casa no hacía nada más que pensar en donde podría esconder ese lingote tan valioso. Buscaba un lugar seguro, donde ningún ladrón pudiese encontrar. Su casa no podía ser porque como ya no tenía ningún mueble, ni nada ya que todo lo había vendido, aunque no se arrepentía pues solo ver el brillo de su lingote merecía la pena. El hombre buscaba y buscaba por todos lados hasta que encontró en el jardín que rodeaba su casa el sitio ideal; un hueco que no estaba visible y que se encontraba tras una piedra.
Muy entusiasmado exclamaba mientras cubría el preciado lingote con un paño de algodón para después meterlo en el hueco:
– ¡Al fin he encontrado el sitio perfecto para ocultar mi tesoro!
A pesar de que siempre pensó que su secreto estaría a salvo siempre tenía miedo de que alguien se llevara su tesoro. En las noches apenas descansaba y cuando solo habían salido los primeros rayos de sol, salía corriendo a verificar que su tesoro seguía en el mismo lugar. Muy contento porque todo marchaba con normalidad, aquel avaricioso hombre continuaba con las tareas diarias. Pasaron los días, las semanas y los meses y él seguía con la misma rutina cada mañana.
Un día un vecino de la región, que llevaba tiempo observando aquella situación, sintió curiosidad por ver que era lo que cada mañana aquel hombre revisaba con tanto esmero y dedicación. Se acercó muy lenta y cuidadosamente al lugar donde estaba la roca y al observar detenidamente pudo ver que había un lingote de oro del tamaño de una pastilla de jabón. Sorprendido ante tal situación metió la mano y lo sacó muy rápido, y mientras caminaba para que nadie lo viese lo guardo en su bolsillo.
Al llegar a la mañana siguiente, cuando el avaro despertó y fue a revisar vio que no había nada y desesperadamente comenzó a gritar:
– ¡Me han robado, que alguien me ayude, me han robado! ¡Oh, Dios mío, que va hacer de mí! ¡Ya no tengo riquezas!
Un campesino que sintió los lamentos desesperados de aquel hombre fue a ver qué era lo que sucedía y al escuchar aquella situación no pudo resistirse y le dio su criterio.
– Creíste que tener un lingote te volvería invencible, y te deshiciste de todas aquellas cosas que eran útiles para ti. Ese lingote no te ofrecía nada, solo el gusto de poder apreciarlo y sentiste rico y poderoso. Ahora si quiere toma una de esas piedras, la que más desees, colócala en el hueco, que va a servir para lo mismo, ¡para nada!
El hombre se dio cuenta de su error, y aunque ahora era más pobre que antes entendió que las cosas había que valorarlas. Guardar riquezas no sirve de nada, las cosa se deben valorar por su papel en la vida y porque nos la hacen más placentera y agradable.
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