Había una vez un bello ciervo que se acercó a un manantial a calmar su sed. El animal bebió de esa agua cristalina hasta que se sintió satisfecho y luego, al ver su reflejo en el límpido manantial, quedó maravillado de su cornamenta, la cual lo convertía en un animal admirado por todos debido a su belleza.
Sin embargo, el ciervo siguió contemplándose y al ver sus delgadas patas pensó que sería aún más majestuoso si la naturaleza le hubiese dado unas patas más gruesas y vistosas, que fueran igual de imponentes que su cornamenta.
Pensando en todo esto el ciervo se percató que desde un arbusto lo acechaba un león, que estaba listo para ir a atacarlo y convertirlo en su presa.
Sin dudarlo un segundo el ciervo se lanzó a la carrera y logró sacar, gracias a su velocidad, una distancia considerable al captor.
A medida que corría el ciervo se daba cuenta que su fuerza radicaba en sus ligeras piernas y mientras el terreno fue llano, mantuvo una distancia considerable con respecto al león.
Sin embargo, la fuerza de este radica en el corazón y nunca se dio por vencido a pesar de la distancia, razón por la que cuando se adentraron en los matorrales del bosque se vio premiado.
En ese escenario la cornamenta le hacía perder velocidad al ciervo, pues se enredaba con cuanta rama y arbusto aparecía en el camino.
De esa forma la distancia que separaba a ambas animales se fue haciendo cada vez más corta hasta que al final el ciervo quedó atrapado. Su cornamenta se había quedado enredada con unas lienzas.
Ya a punto de morir bajo las garras del león el ciervo comprendió cuán equivocado había estado en el manantial. Su principal atributo eran sus delgadas piernas y no la bella cornamenta, que al final le costaría la vida.
Para el ciervo fue muy tarde, pero comprender que lo esencial y más valioso no es precisamente lo más bello es algo que nos puede ser de mucha utilidad a nosotros a lo largo de nuestras vidas.
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