Un caluroso día de verano, de esos en los que el sol abrasa y obliga a todos los animales a resguardarse a la sombra de sus cuevas y madrigueras, un cuervo negro como el carbón empezó a sentirse muy cansado y muerto de sed.
El bochorno era tan grande que todo el campo estaba reseco y no había agua por ninguna parte. El cuervo, al igual que otras aves, se vio obligado a alejarse del bosque y sobrevolar las zonas colindantes con la esperanza de encontrar un lugar donde beber. En esas circunstancias era difícil surcar el cielo pero tenía que intentarlo porque ya no lo resistía más y estaba a punto de desfallecer.
No vio ningún lago, no vio ningún río, no vio ningún charco… ¡La situación era desesperante! Cuando su lengua ya estaba áspera como un trapo y le faltaban fuerzas para mover las alas, divisó una jarra de barro en el suelo.
– ¡Oh, una jarra tirada sobre la hierba! ¡Con suerte tendrá un poco de agua fresca!
Bajó en picado, se posó junto a ella, asomó el ojo por el agujero como si fuera un catalejo, y pudo distinguir el preciado líquido transparente al fondo.
Su cara se iluminó de alegría.
– ¡Agua, es agua! ¡Estoy salvado!
Introdujo el pico por el orificio para poder sorberla pero el pobre se llevó un chasco de campeonato ¡Era demasiado corto para alcanzarla!
– ¡Vaya, qué contrariedad! ¡Eso me pasa por haber nacido cuervo en vez de garza!
Muy nervioso se puso a dar vueltas alrededor de la jarra. Caviló unos segundos y se le ocurrió que lo mejor sería volcarla y tratar de beber el agua antes de que la tierra la absorbiera.
Sin perder tiempo empezó a empujar el recipiente con la cabeza como si fuera un toro embistiendo a otro toro, pero el objeto ni se movió y de nuevo se dio de bruces con la realidad: no era más que un cuervo delgado y frágil, sin la fuerza suficiente para tumbar un objeto tan pesado.
– ¡Maldita sea! ¡Tengo que encontrar la manera de llegar hasta el agua o moriré de sed!
Sacudió la pata derecha e intentó introducirla por la boca de la jarra para ver si al menos podía empaparla un poco y lamer unas gotas. El fracaso fue rotundo porque sus dedos curvados eran demasiado grandes.
– ¡Qué mala suerte! ¡Ni cortándome las uñas podría meter la pata en esta estúpida vasija!
A esas alturas ya estaba muy alterado. La angustia que sentía no le dejaba pensar con claridad, pero de ninguna manera se desanimó. En vez de tirar la toalla, decidió parar un momento y sentarse a reflexionar hasta hallar la respuesta a la gran pregunta:
– ¿Qué puedo hacer para beber el agua hay dentro de la jarra? ¿Qué puedo hacer?
Trató de relajarse, respiró hondo, se concentró, y de repente su mente se aclaró ¡Había encontrado la solución al problema!
– ¡Sí, ya lo tengo! ¡¿Cómo no me di cuenta antes?!
Empezó a recoger piedras pequeñas y a meterlas una a una en la jarra. Diez, veinte, cincuenta, sesenta, noventa… Con paciencia y tesón trabajó bajo el tórrido sol hasta que casi cien piedras fueron ocupando el espacio interior y cubriendo el fondo. Con ello consiguió lo que tanto anhelaba: que el agua subiera y subiera hasta llegar al agujero.
– ¡Viva, viva, al fin lo conseguí! ¡Agüita fresca para beber!
Para el cuervo fue un momento de felicidad absoluta. Gracias a su capacidad de razonamiento y a su perseverancia consiguió superar las dificultades y logró beber para salvar su vida.
Moraleja:
Al igual que el cuervo de esta pequeña fábula, si alguna vez te encuentras con un problema lo mejor que puedes hacer es tranquilizarte y tratar de buscar de forma serena una solución.
La calma, la lógica y el ingenio son fundamentales para salir de situaciones difíciles y aunque te parezca mentira, cuando uno está en aprietos, a menudo surgen las ideas más ocurrentes.
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