Muy lejos de aquí, en lo alto de una escarpada montaña de la cordillera de los Andes, vivía un águila que se pasaba el día oteando el horizonte en busca de alguna presa.
Una aburrida mañana, con sus potentes ojos oscuros, distinguió un ratón que correteaba nervioso sobre la tierra seca. Batió fuertemente las alas, emprendió el vuelo y se plantó junto a él antes de que el animalillo pudiera reaccionar.
– ¡Hola, ratón! ¿Puedo saber qué estás haciendo? ¡No paras de moverte de aquí para allá!
El roedor se asustó muchísimo al ver el gigantesco cuerpo del águila frente a él, pero simuló estar tranquilo para aparentar que no sentía ni pizca de miedo.
– No hago nada malo. Solo estoy buscando comida para mis hijitos.
En realidad al águila le importaba muy poco la vida del ratón. El saludo no fue por educación ni por interés personal, sino para ganarse su confianza y poder atraparlo con facilidad ¡Hacía calor y no tenía ganas de hacer demasiados esfuerzos!
Como ya lo tenía a su alcance, le dijo sin rodeos:
– Pues lo siento por ti, pero tengo mucha hambre y voy a comerte ahora mismo.
El ratoncito sintió que un desagradable calambre recorría su cuerpo. Tenía que escapar como fuera, pero sus posibilidades eran mínimas porque el águila era mucho más grande y fuerte que él. Solo le quedaba un recurso para intentar salvar su vida: el ingenio.
Armándose de valor, sacó pecho y levantó la voz.
– ¡Escúchame con atención, te propongo un trato! Tú no me comes pero a cambio te doy a mis ocho hijos.
El águila se quedó pensativa unos segundos ¡La oferta parecía bastante ventajosa para ella!
– ¿A tus hijos?… ¿Y dices que son ocho?
– ¡Sí, ocho son! Yo que tú no me lo pensaba demasiado, porque claramente sales ganando ¿No te parece?
Al águila le pudo la gula y sobre todo, la codicia.
– Está bien… ¡Acepto, acepto! ¡Llévame hasta tus crías inmediatamente! Además, hace horas que no pruebo bocado y si no como algo, voy a desmayarme.
El ratón, sudando a chorros pero tratando de conservar la calma, comenzó a caminar seguido por el águila, que iba pisándole los talones y no le quitaba ojo. Al llegar a una cuevita del tamaño de un puño, le dijo:
– Eres demasiado grande para entrar en mi casa. Aguarda aquí afuera, que ahora mismo te traigo a mis pequeños.
– De acuerdo, pero más te vale que no tardes.
El ratón metió la cabeza en el oscuro agujero y desapareció bajo tierra. Pasaron unos minutos y el águila empezó a inquietarse porque el ratón no regresaba.
– ¡Vamos, maldito roedor! ¡Date prisa, que no tengo todo el día!
El águila permaneció quieta frente a la topera casi una hora y harta de esperar, comprendió que el ratón se había burlado de ella. Acercó el ojo al orificio y gracias a su buena vista distinguió un profundo túnel que se comunicaba con un montón de galerías kilométricas, cada una en una dirección.
– ¡Este ratón ha huido con sus crías por uno de los pasadizos! ¡Se ha burlado de mí!
Enfadada consigo misma y avergonzada por no haber sido más lista, se lamentó:
– ¡Eso me pasa por avariciosa! ¡Tenía que haberme comido al ratón!
Así fue cómo el astuto ratoncito logró salvar su vida y llevarse bien lejos a su querida familia, mientras que el águila tuvo que regresar a la cima de la montaña con el estómago vacío.
Moraleja: Esta fabulilla nos enseña que a veces el ansia por tener más de lo que necesitamos hace que al final nos quedemos sin nada. Recuerda siempre lo que dice el viejo refrán: “Más vale pájaro en mano que ciento volando”
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