Había una vez un burro que se encontraba en el campo feliz, comiendo hierba a sus anchas y paseando tranquilamente bajo el cálido sol de primavera. De repente, le pareció ver que había un lobo escondido entre los matorrales con cara de malas intenciones.
¡Seguro que iba a por él! ¡Tenía que escapar! El pobre borrico sabía que tenía pocas posibilidades de huir. No había lugar donde esconderse y si echaba a correr, el lobo que era más rápido le atraparía. Tampoco podía rebuznar para pedir auxilio porque estaba demasiado lejos de la aldea y nadie le oiría.
Desesperado comenzó a pensar en una solución rápida que pudiera sacarle de aquel apuro. El lobo estaba cada vez más cerca y no le quedaba mucho tiempo.
– ¡Sí, eso es! – pensó el burrito – Fingiré que me he clavado una espina y engañaré al lobo.
Y tal como se le ocurrió, empezó a andar muy despacito y a cojear, poniendo cara de dolor y emitiendo pequeños quejidos. Cuando el lobo se plantó frente a él enseñando los colmillos y con las garras en alto dispuesto a atacar, el burro mantuvo la calma y siguió con su actuación.
– ¡Ay, qué bien que haya aparecido, señor lobo! He tenido un accidente y sólo alguien tan inteligente como usted podría ayudarme.
El lobo se sintió halagado y bajó la guardia.
– ¿En qué puedo ayudarte? – dijo el lobo, creyéndose sobradamente preparado.
– ¡Fíjese qué mala suerte! – lloriqueó el burro – Iba despistado y me he clavado una espina en una de las patas traseras. Me duele tanto que no puedo ni andar.
Al lobo le pareció que no pasaba nada por echarle un cable al burro. Se lo iba a comer de todas maneras y estando herido no podría escapar de sus fauces.
– Está bien… Veré qué puedo hacer. Levanta la pata.
El lobo se colocó detrás del burro y se agachó. No había rastro de la astilla por ninguna parte.
– ¡No veo nada! – le dijo el lobo al burro.
– Sí, fíjate bien… Está justo en el centro de mi pezuña. ¡Ay cómo duele! Acércate más para verla con claridad.
¡El lobo cayó en la trampa! En cuanto pegó sus ojos a la pezuña, el burro le dio una enorme coz en el hocico y salió pitando a refugiarse en la granja de su dueño. El lobo se quedó malherido en el suelo y con cinco dientes rotos por la patada.
¡Qué estúpido se sintió! Creyéndose más listo que nadie, fue engañado por un simple burro.
– ¡Me lo merezco porque sin tener ni idea, me lancé a ser curandero!
Moraleja: cada uno tiene que dedicarse a lo suyo y no tratar de hacer cosas que no sabe. Como dice el refrán: ¡zapatero a tus zapatos!
Otros blogs que te pueden interesar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario