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miércoles, 30 de agosto de 2017

El oro y las ratas



Hace muchos años vivía en la India un rico comerciante de telas. Vendía unos tejidos tan suaves y primorosos que eran reclamados por las damas más importantes del país y, por tanto, se veía obligado a viajar a menudo.

Su hogar era grande y seguro, pero el hombre estaba un poco preocupado. Se rumoreaba que últimamente había ladrones merodeando por el vecindario y se sentía intranquilo ¿Y si entraban a robarle durante su ausencia? Antes de partir, se acercó a casa de su mejor amigo para pedirle un gran favor.

– Amigo, como sabes, tengo que irme y temo que los ladrones asalten mi casa y roben mi caja de monedas de oro ¡Son todos los ahorros que tengo! Vengo a pedirte que la guardes tú porque eres la persona en quien más confío.

– ¡Por supuesto! Vete tranquilo que yo la mantendré a buen recaudo hasta que vuelvas.

El comerciante se fue de viaje hizo sus negocios y una semana después regresó al pueblo. Lo primero que hizo fue pasarse por casa de su amigo.

– ¡Hola! Acabo de llegar y vengo a recoger la caja de monedas.

– ¡Bienvenido! Me alegro de verte pero… me temo que tengo malas noticias para ti – dijo con tono

– ¿Cómo? ¿Qué pasa? ¿Algo no ha ido bien?…

– Pues la verdad es que no… Guardé las monedas que me diste dentro de un cofre cerrado con llave, pero vinieron las ratas, lo agujerearon… ¡y se comieron el oro!

Evidentemente, el comerciante no creyó semejante estupidez y supo que le estaba engañando para quedarse con su dinero. Puso cara de pena y fingió que se había tragado el cuento.

– Oh, no… ¡Qué horror! – dijo llorando y tapándose la cara – ¡Esto es mi ruina! Toda una vida trabajando para nada… Pero no te preocupes, sé que la culpa no es tuya sino de esas malditas ratas.

El amigo escuchaba sus lamentos en silencio y con cara de circunstancias. El comerciante continuó hablando.

– En fin… ¡Ya veré cómo consigo salir de esta desgracia!… A pesar de todo, quiero agradecerte el favor que me has hecho y mañana voy a preparar un rico asado. Me gustaría invitarte a comer ¿Te parece bien a la una?

El amigo aceptó encantado y, con una sonrisilla maliciosa, se despidió pensando que ahora el rico era él ¡La jugada había sido perfecta!

Pero el comerciante, que de tonto no tenía un pelo, no tomó el camino a su casa sino que a escondidas, entró en el establo del estafador y se llevó su caballo. Al llegar a su casa, lo ocultó, dispuesto a darle una buena lección.

Al día siguiente, tal y como esperaba, llamaron a la puerta. Era su amigo.

– Bienvenido a mi casa ¡La comida ya está lista! Pero… ¿Qué te sucede? Pareces muy disgustado…

– Sí, así es. Anoche alguien entró en el establo y robó mi caballo. Era un corcel de pura raza, el mejor que había en toda la comarca ¡Su valor es incalculable!

– A lo mejor – respondió el comerciante pensativo – se lo ha llevado la lechuza.

– ¿La lechuza?…

– ¡Sí, la lechuza! – repitió tratando de resultar creíble –Anoche me asomé a la ventana y con mis propios ojos, vi una lechuza que volaba cerca de las nubes, transportando un caballo entre sus patas.

– ¡Bobadas! ¿Cómo una pequeña lechuza va a sujetar un enorme caballo? ¡Eso es imposible!

– No… ¡Sí que es posible! Si las ratas comen oro ¿Por qué te resulta extraño que las lechuzas puedan sujetar caballos en el aire?

El amigo captó la indirecta. Se dio cuenta de que el comerciante había pillado la mentira de las ratas y pretendía avergonzarle. Colorado como un tomate, lo confesó todo y prometió devolverle las monedas. El comerciante, que era un hombre bueno y noble, le perdonó y le sirvió un plato de jugosa carne y un vaso de vino. Después, fue al establo a por el caballo de su amigo y cada uno se quedó con lo que era suyo.

Moraleja: si tratas de engañar a alguien, es posible que al final te engañen a ti. Nunca hagas a los demás lo que no te gusta que te hagan.



sábado, 26 de agosto de 2017

El asno y su sombra



Sucedió una vez, hace muchísimos años, que un hombre necesitaba ir a una ciudad lejos de su casa. Era comerciante y tenía que comprar telas a buen precio para luego venderlas en su propia tienda. Debido a que había mucha distancia y el viaje duraba varias horas, decidió alquilar un asno para ir cómodamente sentado.

Contrató los servicios de un hombre, que se comprometió a llevarle con él a lomos de un asno, de limpio pelaje y color ceniza, a cambio de cinco monedas de plata. Aunque el borrico no era muy brioso, estaba acostumbrado a recorrer los caminos de piedras y arena llevando pasajeros y cargas bastante pesadas.

Partieron a primera hora de la mañana hacia su destino y todo iba bien hasta que, al mediodía, el sol comenzó a calentar con demasiada fuerza. El verano era implacable por aquellos lugares donde sólo se veían llanuras desérticas, despobladas de árboles y vegetación. Apretaba tanto el calor, que el viajero y el dueño del asno se vieron obligados a parar a descansar. Tenían que protegerse del bochorno y la única solución era refugiarse bajo la sombra del animal.

El problema fue que sólo había sitio para uno de los dos debajo de la panza del asno, que sin moverse, permanecía obediente erguido sobre sus cuatro patas. Agotados, sedientos y bañados en sudor, comenzaron a discutir violentamente.

– ¡Si alguien tiene que protegerse del sol debajo del burro, ese soy yo! – manifestó el viajero.

– ¡De eso nada! Ese privilegio me corresponde a mí – opinó el dueño subiendo el tono de voz.

– ¡Yo lo he alquilado y tengo todo el derecho, que para eso te pagué cinco monedas de plata!

– ¡Tú lo has dicho! Has alquilado el derecho a viajar en él pero no su sombra, así que como este animal es mío, soy yo quien se tumbará debajo de su tripa a descansar un rato.

– ¡Maldita sea! ¡Yo alquilé el asno con sombra incluida!

Los dos hombres se gritaban el uno al otro enfurecidos. Ninguno quería dar su brazo a torcer. De las palabras pasaron a los mamporros y empezaron a volar los puñetazos entre ellos.

El asno, asustado por los golpes y los gritos, echó a correr sin que los hombres se percataran. Cuando la pelea acabó, los dos estaban llenos de magulladuras y moratones. Acabaron con el cuerpo dolorido sin que hubiera un claro vencedor. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que el burro había huido dejándoles a los dos tirados en medio de la nada, sin sombra, y tan sólo con sus pies para poder irse de allí. Sin decir ni una palabra, se miraron y reanudaron el camino bajo el ardiente sol, avergonzados por su mal comportamiento.

Moraleja: recuerda que es muy feo ser egoísta y pensar sólo en ti mismo. Hay que saber compartir porque, si no, corres el riesgo de quedarte sin nada.



miércoles, 23 de agosto de 2017

Pedro y el lobo



Érase una vez un joven pastor llamado Pedro que se pasaba el día con sus ovejas. Cada mañana muy temprano las sacaba al aire libre para que pastaran y corretearan por el campo. Mientras los animales disfrutaban a sus anchas, Pedro se sentaba en una roca y las vigilaba muy atento para que ninguna se extraviara.

Un día, justo antes del atardecer, estaba muy aburrido y se le ocurrió una idea para divertirse un poco: gastarle una broma a sus vecinos. Subió a una pequeña colina que estaba a unos metros de donde se encontraba el ganado y comenzó a gritar:

– ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo, ayuda por favor!

Los habitantes de la aldea se sobresaltaron al oír esos gritos tan estremecedores y salieron corriendo en ayuda de Pedro. Cuando llegaron junto a él, encontraron al chico riéndose a carcajadas.

– ¡Ja ja ja! ¡Os he engañado a todos! ¡No hay ningún lobo!

Los aldeanos, enfadados, se dieron media vuelta y regresaron a la aldea.

Al día siguiente, Pedro regresó con sus ovejas al campo. Empezó a aburrirse sin nada que hacer más que mirar la hierba y las nubes ¡Qué largos se le hacían los días! … Decidió que sería divertido repetir la broma de la otra tarde.

Subió a la misma colina y cuando estaba en lo más alto, comenzó a gritar:

– ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Necesito ayuda! ¡He visto un enorme lobo atemorizando a mis ovejas!

Pedro gritaba tanto que su voz se oía en todo el valle. Un grupo de hombres se reunió en la plaza del pueblo y se organizó rápidamente para acudir en ayuda del joven. Todos juntos se pusieron en marcha y enseguida vieron al pastor, pero el lobo no estaba por ninguna parte. Al acercarse, sorprendieron al joven riéndose a mandíbula batiente.

– ¡Ja ja ja! ¡Me parto de risa! ¡Os he vuelto a engañar, pardillos! ¡ja ja ja!

Los hombres, realmente indignados, regresaron a sus casas. No entendían cómo alguien podía gastar unas bromas tan pesadas y de tan mal gusto.

El verano llegaba a su fin y Pedro seguía, día tras día, acompañando a sus ovejas al campo. Las jornadas pasaban lentas y necesitaba entretenerse con algo que no fuera oír balidos.

Una tarde, entre bostezo y bostezo, escuchó un gruñido detrás de los árboles. Se frotó los ojos y vio un sigiloso lobo que se acercaba a sus animales. Asustadísimo, salió pitando hacia lo alto de la colina y comenzó a chillar como un loco:

– ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Ayúdenme! ¡Ha venido el lobo!

Como siempre, los aldeanos escucharon los alaridos de Pedro, pero creyendo que se trataba de otra mentira del chico, siguieron con sus faenas y no le hicieron ni caso. Pedro seguía gritando desesperado, pero nadie acudió en su ayuda. El lobo se comió a tres de sus ovejas sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.

Y así fue cómo el joven pastor se dio cuenta del error que había cometido burlándose de sus vecinos. Aprendió la lección y nunca más volvió a mentir ni a tomarle el pelo a nadie.

Moraleja: no digas mentiras, porque el día que cuentes la verdad, nadie te creerá.



domingo, 20 de agosto de 2017

Los dos amigos



Había una vez dos amigos llamados Pedro y Ramón que se querían muchísimo. Desde pequeños iban juntos a todas partes. Les encantaba salir a pescar, jugar al escondite y observar a los insectos. Cuando empezaban a sentir hambre, se sentaban un rato en cualquier sitio y entre risas compartían su merienda. Pedro solía comer pan con chocolate y le daba la mitad a Ramón. A cambio, él le daba galletas y zumo de naranja. Estaban muy compenetrados y entre ellos jamás se peleaban.

Pasaron los años y se hicieron mayores, pero la amistad no se rompió. Al contrario, cada día se sentían más unidos. Como eran adultos ya no jugaban a cosas de niños, pero seguían reuniéndose para echar partidas de ajedrez, cenar juntos y contarse sus cosas. Eran tan inseparables que hasta construyeron sus casas una junto a la otra.

Una noche de invierno, Pedro se despertó sobresaltado. Se puso el abrigo de lana, se calzó unos zapatos y llamó a la puerta de su amigo y vecino. Llamó y llamó varias veces con insistencia hasta que Ramón le abrió. Al verle se asustó.

– ¡Pedro! ¿Qué haces aquí a estas horas de la noche? ¿Te pasa algo?

Pedro iba a responder, pero su amigo Ramón estaba tan agitado que siguió hablando.

– ¿Han entrado a tu casa a robar en plena noche? ¿Te has puesto enfermo y necesitas que te lleve al médico? ¿Le ha pasado algo a tu familia? …¡Dímelo, por favor, que me estoy poniendo muy nervioso y ya sabes que puedes contar conmigo para lo que sea!

Su amigo Pedro le miró fijamente a los ojos y tranquilizándole, le dijo:

– ¡Oh, amigo, no es nada de eso! Estaba durmiendo y soñé que hoy estabas triste y preocupado por algo. Sentí que tenía que venir para comprobar que sólo era un sueño y que en realidad te encuentras bien. Dime… ¿Cómo estás?

Ramón sonrió y miró a Pedro con ternura.

– Muchas gracias, amigo. Gracias por preocuparte por mí. Me siento feliz y nada me preocupa. Ven aquí y dame un abrazo.

Ramón estaba emocionado. Su amigo había ido en plena noche a su casa sólo para asegurarse de que se encontraba bien y ofrecerle ayuda por si la necesitaba. No había duda de que la amistad que tenían era de verdad. Tanta emoción les quitó el sueño, así que se prepararon un buen chocolate caliente y disfrutaron de una de sus animadas conversaciones hasta el amanecer.

Moraleja: los amigos verdaderos son aquellos que se cuidan mutuamente y están pendientes uno del otro en los buenos y malos momentos.



jueves, 17 de agosto de 2017

La liebre y la tortuga



En el campo vivían una liebre y una tortuga. La liebre era muy veloz y se pasaba el día correteando de aquí para allá, mientras que la tortuga caminaba siempre con aspecto cansado, pues no en vano tenía que soportar el peso de su gran caparazón.

A la liebre le hacía mucha gracia ver a la tortuga arrastrando sus gordas patas, mientras que a ella le bastaba un pequeño impulso para brincar con agilidad. Cuando se cruzaban, la liebre se reía de ella y solía hacer comentarios burlones que por supuesto, a la tortuga no le parecían nada bien.

– ¡Espero que no tengas mucha prisa, amiga tortuga! ¡Ja, ja, ja! A ese paso no llegarás a tiempo a ninguna parte ¿Qué harás el día que tengas una emergencia? ¡Acelera, acelera!

Un día, la tortuga se hartó de tal modo, que se enfrentó a la liebre.

– Tú serás veloz como el viento, pero te aseguro que soy capaz de ganarte una carrera.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Ay que me parto de risa! ¡Pero si hasta una babosa es más rápida que tú! – contestó la liebre mofándose y riéndose a mandíbula batiente.

– Si tan segura estás – insistió la tortuga – ¿Por qué no probamos?

– ¡Cuando quieras! – respondió la liebre con chulería.

– ¡Muy bien! Nos veremos mañana a esta misma hora junto al campo de girasoles ¿Te parece?

– ¡Perfecto! – asintió la liebre guiñándole un ojo con cara de insolencia.

La liebre dando saltitos y la tortuga con la misma tranquilidad de siempre, se fueron cada una por su lado.

Al día siguiente ambas se reunieron en el lugar que habían convenido. Muchos animales asistieron como público, pues la noticia de tan curiosa prueba de atletismo había llegado hasta los confines del bosque. Una familia de gusanos, durante la noche, se había encargado de hacer surcos en la tierra para marcar la pista de competición. La zorra fue elegida para marcar con unos palos las líneas de salida y de meta, mientras que un nervioso cuervo se preparó a conciencia para ser el árbitro. Cuando todo estuvo a punto y al grito de “Preparados, listos, ya”, la liebre y la tortuga comenzaron la carrera. La tortuga salió a paso lento, como era habitual en ella. La liebre, en cambio, salió disparada, pero viendo que le llevaba mucha ventaja, se paró a esperarla y de paso, se burló un poco de ella.

– ¡Venga, tortuga, más deprisa, que me aburro! – gritó fingiendo un bostezo – ¡Como no corras más esto no tiene emoción para mí!

La tortuga alcanzó a la liebre y ésta volvió a dar unos cuantos saltos para situarse unos metros más adelante. De nuevo la esperó y la tortuga tardó varios minutos en llegar hasta donde estaba, pues andaba muy despacito.

– ¡Te lo dije, tortuga! Es imposible que un ser tan calmado como tú pueda competir con un animal tan ágil y deportista como yo.

A lo largo del camino, la liebre fue parándose varias veces para esperar a la tortuga, convencida de que le bastaría correr un poquito en el último momento para llegar la primera. Pero algo sucedió… A pocos metros de la meta, la liebre se quedó dormida de puro aburrimiento así que la tortuga le adelantó y dando pasitos cortos pero seguros, se situó en el primer puesto. Cuando la tortuga estaba a punto de cruzar la línea de meta, la liebre se despertó y echó a correr lo más rápido que pudo, pero ya no había nada que hacer. Vio con asombro e impotencia cómo la tortuga se alzaba con la victoria y era ovacionada por todos los animales del bosque.

La liebre, por primera vez en su vida, se sintió avergonzada y jamás volvió a reírse de la tortuga.

Moraleja: en la vida hay que ser humildes y tener en cuenta que los objetivos se consiguen con paciencia, dedicación, constancia y el trabajo bien hecho. Siempre es mejor ir lento pero a paso firme y seguro. Y por supuesto, jamás menosprecies a alguien por ser más débil, porque a lo mejor un día te hace ver tus propias debilidades.



domingo, 13 de agosto de 2017

La garza real



Un fresco día de verano, una elegante garza real salió de entre los juncos y se fue a pasear ¡Era un día perfecto para dar una vuelta y ver el hermoso paisaje!

Se acercó a la laguna y vio un pez que le llamó la atención. Era una carpa que jugueteaba alegremente entre las aguas.

– ¡Uhmmm! ¡Es una presa grande y sería muy fácil para mí atraparla! – pensó la garza – ¡Pero no!… Ahora no tengo apetito así que cuando me entre hambre, volveré a por ella.

La garza siguió su camino. Se entretuvo charlando con otras aves que se fue encontrando y más tarde se sentó un ratito a descansar. Sin darse cuenta, habían pasado tres horas y de repente, sintió ganas de comer.

– ¡Volveré a por la carpa y me la zamparé de un bocado! – se dijo a sí misma la garza.

Regresó a la laguna pero la carpa ya no estaba ¡Su deliciosa comida había desaparecido y ya no tenía nada que llevarse a la boca!

Cuando se alejaba del lugar, vio unos peces que nadaban tranquilos.

– ¡Puaj! – exclamó con asco la garza – Son simples tencas. Podría atraparlas en un periquete con mi largo pico, pero no me apetecen nada. Me gusta comer cosas exquisitas y no esos pececitos sin sabor y ásperos como un trapo.

Siguió observando la laguna y ante sus ojos apareció un pez pequeñajo y larguirucho con manchas oscuras en el lomo. Era un gobio.

– ¡Qué mala suerte! – se quejó la garza – No me gustan las tencas pero los gobios me gustan menos todavía. Me niego a pescar ese animalucho de aspecto tan asqueroso. Mi delicado paladar se merece algo mucho mejor.

La garza era tan soberbia que ningún pez de los que veía era de su gusto. Lamentándose, buscó aquí y allá alguno que fuera un bocado delicioso, pero no hubo suerte. Llegó un momento en que tenía tanta hambre que decidió conformarse con la primera cosa comestible que encontrara… Y eso fue un blando y pegajoso gusano.

– ¡Ay, madre mía! – dijo la garza a punto de vomitar – No me queda más remedio que tragarme este bicho horripilante. Pero es que estoy desfallecida y necesito comer lo que sea.

Y así fue cómo la exigente garza de pico fino, tuvo que dejar a un lado su actitud caprichosa y conformarse con un plato más humilde que, aunque no era de su agrado, le alimentó y sació su apetito.

Moraleja: muchas veces queremos tener sólo lo mejor y despreciamos cosas más sencillas pero que pueden ser igual de valiosas.



martes, 8 de agosto de 2017

Cuento de la lechera



Había una vez una niña que vivía con sus padres en una granja. Era una buena chica que ayudaba en las tareas de la casa y se ocupaba de colaborar en el cuidado de los animales.

Un día, su madre le dijo:

– Hija mía, esta mañana las vacas han dado mucha leche y yo no me encuentro muy bien. Tengo fiebre y no me apetece salir de casa. Ya eres mayorcita, así que hoy irás tú a vender la leche al mercado ¿Crees que podrás hacerlo?

La niña, que era muy servicial y responsable, contestó a su mamá:

– Claro, mamita, yo iré para que tú descanses.

La buena mujer, viendo que su hija era tan dispuesta, le dio un beso en la mejilla y le prometió que todo el dinero que recaudara sería para ella.

¡Qué contenta se puso! Cogió el cántaro lleno de leche recién ordeñada y salió de la granja tomando el camino más corto hacia el pueblo.

Iba a paso ligero y su mente no dejaba de trabajar. No hacía más que darle vueltas a cómo invertiría las monedas que iba a conseguir con la venta de la leche.

– ¡Ya sé lo que haré! – se decía a sí misma – Con las monedas que me den por la leche, voy a comprar una docena de huevos; los llevaré a la granja, mis gallinas los incubarán, y cuando nazcan los doce pollitos, los cambiaré por un hermoso lechón. Una vez criado será un cerdo enorme. Entonces regresaré al mercado y lo cambiaré por una ternera que cuando crezca me dará mucha leche a diario que podré vender a cambio de un montón de dinero.

La niña estaba absorta en sus pensamientos. Tal y como lo estaba planeando, la leche que llevaba en el cántaro le permitiría hacerse rica y vivir cómodamente toda la vida.

Tan ensimismada iba que se despistó y no se dio cuenta que había una piedra en medio del camino. Tropezó y ¡zas! … La pobre niña cayó de bruces contra el suelo. Sólo se hizo unos rasguños en las rodillas pero su cántaro voló por el aire y se rompió en mil pedazos. La leche se desparramó por todas partes y sus sueños se volatilizaron. Ya no había leche que vender y por tanto, todo había terminado.

– ¡Qué desgracia! Adiós a mis huevos, mis pollitos, mi lechón y mi ternero – se lamentaba la niña entre lágrimas – Eso me pasa por ser ambiciosa.

Con amargura, recogió los pedacitos del cántaro y regresó junto a su familia, reflexionando sobre lo que había sucedido.

Moraleja: a veces la ambición nos hace olvidar que lo importante es vivir y disfrutar el presente.





sábado, 5 de agosto de 2017

El zapatero y el millonario



Cuenta la historia que en una pequeña ciudad vivía un zapatero que siempre se sentía feliz. Dentro de casa tenía un humilde taller donde trabajaba sin descanso remendando zapatos y poniendo suelas a las botas de sus clientes. Era una labor dura pero él nunca se quejaba. Todo lo contrario, cantaba a todas horas de lo contento que estaba.

En la casa de al lado vivía un hombre muy rico pero que dormía poco y mal, porque en cuanto conseguía conciliar el sueño, se despertaba por los cantos del zapatero que le llegaban a través de la pared.

Cierto día, el vecino ricachón se presentó en casa del zapatero remendón.

– Buenas noches – le dijo.

– Buenas noches, señor – contestó sorprendido – ¿En qué puedo ayudarle?

– Venía a hacerle una pregunta. Veo que usted se pasa el día cantando, por lo que imagino que será un hombre muy feliz y afortunado. Dígame… ¿Cuánto dinero gana al día?

– Bueno… – respondió pensativo el zapatero – Si le soy sincero, gano lo justo para vivir. Con las monedas que me dan por mi trabajo compro algo de comida y por la noche ya no me queda ni una moneda para gastar ¡Es tan poquito que nunca consigo ahorrar ni darme ningún capricho!

– Vaya, pues quisiera ayudarle para que viva usted un poco mejor. Tenga, aquí tiene una bolsa con cien monedas de oro. Espero que con esto sea suficiente.

El zapatero abrió los ojos como platos ¡Era muchísimo dinero! Pensó que estaba soñando o que se trataba de un milagro. Después de darle las gracias al generoso y acaudalado vecino, levantó una baldosa que había debajo de su cama y escondió la bolsa en el agujero. Volvió a taparlo y se acostó.

Pero el zapatero no podía dormir. No hacía más que pensar que ahora era rico y tenía que estar alerta por si alguien entraba en su hogar para robarle las monedas. Esa noche y a partir de esa, todas las noches, daba vueltas y vueltas en la cama, con un ojo medio abierto vigilando la puerta y poniéndose nervioso en cuanto oía un ruidito ¡La tensión le resultaba insoportable! Como no dormía casi nada, se levantaba tan cansado que no le apetecía ni cantar. Dejó de ser el hombre alegre que trabajaba cada día con ilusión.

¡Pasadas dos semanas ya no pudo más! De un salto se levantó de la cama y cogió la bolsa de monedas de oro que tenía camufladas bajo la baldosa del suelo. Se puso un batín, unas zapatillas, y pulsó el timbre de la casa del vecino.

– Buenas noches, querido vecino. Vengo a devolverle su generoso regalo. Le estoy muy agradecido pero ya no lo quiero – dijo el zapatero al tiempo que alargaba la mano que sujetaba la bolsa.

– ¿Cómo? ¿Me está diciendo que no quiere el dinero que le regalé? – contestó sorprendido el millonario.

– ¡Así es, señor, ya no lo quiero! Yo era un hombre pobre pero vivía tranquilo. Me levantaba cada jornada con ganas de trabajar y cantaba porque me sentía satisfecho y feliz con mi vida. Desde que tengo todo ese dinero, vivo obsesionado con que me lo van a robar, no duermo por las noches, no disfruto de mi trabajo y ya no me quedan fuerzas. Prefiero vivir en paz a tener tantas riquezas.

Sin esperar la réplica, se dio media vuelta y regresó a su hogar. Se quitó el batín, se descalzó y se metió de nuevo en la cama. Esa noche durmió profundamente y con la sensación de haber hecho lo correcto.

Moraleja: no por ser más rico serás más feliz, ya que la dicha y el sentirse bien con uno mismo se encuentran en muchas pequeñas cosas de la vida.



martes, 1 de agosto de 2017

El ratón de campo y el ratón de ciudad



Érase una vez un ratón que vivía en el campo y cuya vida era muy feliz porque tenía todo lo que necesitaba. Su casita era un pequeño escondrijo junto a una encina; en él tenía una camita de hojas y un retal que había encontrado le servía para taparse por las noches y dormir calentito. Una pequeña piedra era su silla y como mesa, utilizaba un trozo de madera al que había dado forma con sus dientes.

También contaba con una despensa donde almacenaba alimentos para pasar el invierno. Siempre encontraba frutos, semillas y alguna que otra cosa rica para comer. Lo mejor de vivir en el campo era que podía trepar por los árboles, tumbarse al Sol en verano y conocer a muchos otros animales que, con el tiempo, se habían convertido en buenos amigos.

Un día, paseando, se cruzó con un ratón que vivía en la ciudad. Desde lejos ya se notaba que era un ratón distinguido porque vestía elegantemente y llevaba un sombrero digno de un señor. Comenzaron a hablar y se cayeron tan bien, que el ratón de campo le invitó a tomar algo en su humilde refugio.

El ratón de ciudad se sorprendió de lo pobre que era su vivienda y más aún, cuando el ratón de campo le ofreció algo para comer: unos frutos rojos y tres o cuatro nueces.

– Te agradezco muchísimo tu hospitalidad – dijo el ratón de ciudad – pero me sorprende que seas feliz con tan poco. Me gustaría que vinieras a mi casa y vieras que se puede vivir más cómodamente y rodeado de lujos.

A los pocos días, el ratón de campo se fue a la ciudad. Su amigo vivía en una casa enorme, casi una mansión, en un agujero que había en la pared del salón principal. Todo el suelo de su cuarto estaba enmoquetado, dormía en un mullido cojín y no le faltaba de nada. Los dueños de la casa eran tan ricos, que el ratón salía a buscar alimentos y siempre encontraba auténticos manjares que llevarse a la boca.

A hurtadillas, ambos se dirigieron a una mesa gigantesca donde había fuentes enteras de carne, patatas, frutas y dulces. Pero cuando se disponían a coger unas cuantas cosas, apareció un gato y los pobres ratones corrieron despavoridos para ponerse a salvo. El ratón de campo tenía el corazón en un puño. ¡Menudo susto se había llevado! ¡El gato casi les atrapa!

– Son gajes del oficio – le aseguró el ratón de ciudad – Saldremos de nuevo a por comida y luego te convidaré a un gran banquete.

Así fue como volvieron a salir a por provisiones. Se acercaron sigilosamente a la mesa llena de exquisiteces pero ¡horror! … Apareció el ama de llaves con una gran escoba en su mano y empezó a perseguirles por toda la estancia dispuesta a darles unos buenos palos. Los ratones salieron disparados y llegaron a la cueva con la lengua fuera de tanto correr.

– ¡Lo intentaremos de nuevo! ¡Yo jamás me rindo! – dijo muy serio el ratón de ciudad.

Cuando vieron que la señora se había ido, llegó el momento de salir de nuevo a por comida. Al fin consiguieron acercarse a la mesa no sin antes mirar a todas partes. Hicieron acopio de riquísimos alimentos y los prepararon para comer.

Con las barrigas llenas se miraron el uno al otro y el ratón de campo le dijo a su amigo:

– Lo cierto es que todo estaba delicioso ¡Jamás había comido tan bien! Pero voy a decirte algo, amigo, y no te lo tomes a mal. Tienes todo lo que cualquier ratón puede desear. Te rodean los lujos y nadas en la abundancia, pero yo jamás podría vivir así, todo el día nervioso y preocupado por si me atrapan. Yo prefiero la vida sencilla y la tranquilidad, aunque tenga que vivir con lo justo.

Y dicho esto, se despidieron y el ratón de campo volvió a su modesta vida donde era feliz.

Moraleja: si el tener muchas cosas no te permite una vida tranquila, es mejor tener menos y ser feliz de verdad.