Cuenta la historia que en una pequeña ciudad vivía un zapatero que siempre se sentía feliz. Dentro de casa tenía un humilde taller donde trabajaba sin descanso remendando zapatos y poniendo suelas a las botas de sus clientes. Era una labor dura pero él nunca se quejaba. Todo lo contrario, cantaba a todas horas de lo contento que estaba.
En la casa de al lado vivía un hombre muy rico pero que dormía poco y mal, porque en cuanto conseguía conciliar el sueño, se despertaba por los cantos del zapatero que le llegaban a través de la pared.
Cierto día, el vecino ricachón se presentó en casa del zapatero remendón.
– Buenas noches – le dijo.
– Buenas noches, señor – contestó sorprendido – ¿En qué puedo ayudarle?
– Venía a hacerle una pregunta. Veo que usted se pasa el día cantando, por lo que imagino que será un hombre muy feliz y afortunado. Dígame… ¿Cuánto dinero gana al día?
– Bueno… – respondió pensativo el zapatero – Si le soy sincero, gano lo justo para vivir. Con las monedas que me dan por mi trabajo compro algo de comida y por la noche ya no me queda ni una moneda para gastar ¡Es tan poquito que nunca consigo ahorrar ni darme ningún capricho!
– Vaya, pues quisiera ayudarle para que viva usted un poco mejor. Tenga, aquí tiene una bolsa con cien monedas de oro. Espero que con esto sea suficiente.
El zapatero abrió los ojos como platos ¡Era muchísimo dinero! Pensó que estaba soñando o que se trataba de un milagro. Después de darle las gracias al generoso y acaudalado vecino, levantó una baldosa que había debajo de su cama y escondió la bolsa en el agujero. Volvió a taparlo y se acostó.
Pero el zapatero no podía dormir. No hacía más que pensar que ahora era rico y tenía que estar alerta por si alguien entraba en su hogar para robarle las monedas. Esa noche y a partir de esa, todas las noches, daba vueltas y vueltas en la cama, con un ojo medio abierto vigilando la puerta y poniéndose nervioso en cuanto oía un ruidito ¡La tensión le resultaba insoportable! Como no dormía casi nada, se levantaba tan cansado que no le apetecía ni cantar. Dejó de ser el hombre alegre que trabajaba cada día con ilusión.
¡Pasadas dos semanas ya no pudo más! De un salto se levantó de la cama y cogió la bolsa de monedas de oro que tenía camufladas bajo la baldosa del suelo. Se puso un batín, unas zapatillas, y pulsó el timbre de la casa del vecino.
– Buenas noches, querido vecino. Vengo a devolverle su generoso regalo. Le estoy muy agradecido pero ya no lo quiero – dijo el zapatero al tiempo que alargaba la mano que sujetaba la bolsa.
– ¿Cómo? ¿Me está diciendo que no quiere el dinero que le regalé? – contestó sorprendido el millonario.
– ¡Así es, señor, ya no lo quiero! Yo era un hombre pobre pero vivía tranquilo. Me levantaba cada jornada con ganas de trabajar y cantaba porque me sentía satisfecho y feliz con mi vida. Desde que tengo todo ese dinero, vivo obsesionado con que me lo van a robar, no duermo por las noches, no disfruto de mi trabajo y ya no me quedan fuerzas. Prefiero vivir en paz a tener tantas riquezas.
Sin esperar la réplica, se dio media vuelta y regresó a su hogar. Se quitó el batín, se descalzó y se metió de nuevo en la cama. Esa noche durmió profundamente y con la sensación de haber hecho lo correcto.
Moraleja: no por ser más rico serás más feliz, ya que la dicha y el sentirse bien con uno mismo se encuentran en muchas pequeñas cosas de la vida.
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