Harta de paja y cebada,
una mula de alquiler
salía de la posada,
y tanto empezó a correr,
que apenas el caminante
la podía detener.
No dudó que en un instante
su media jornada haría;
pero algo más adelante
la falsa caballería
ya iba retardando el paso.
«¿Si lo hará de picardía?...
¡Arre!... ¿Te paras?... Acaso
metiendo la espuela... Nada.
Mucho me temo un fracaso...
Esta vara, que es delgada...
Menos... Pues este aguijón...
Mas ¿si estará ya cansada?
Coces tira... y mordiscón.
¡Se vuelve contra el jinete!
¡Oh, qué corcovo, qué envión!
Aunque las piernas apriete...
Ni por ésas... ¡Voto a quién!
¡Barrabás que la sujete!
Por fin dio en tierra... ¡Muy bien!
¿Y eres tú la que corrías?...
¡Mal muermo te mate, amén!
No me fiaré en mis días
de mula que empiece haciendo
semejantes valentías».
Después de este lance, en viendo
que un autor ha principiado
con altisonante estruendo,
al punto digo: «¡Cuidado!
¡Tente, hombre!, que te has de ver
en el vergonzoso estado
de la mula de alquiler».
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