Estábase una cabra muy atenta
largo rato escuchando
de un acorde violín el eco blando.
Los pies se la bailaban de contenta,
y a cierto jaco que, también suspenso,
casi olvidaba el pienso,
dirigió de esta suerte la palabra:
«¿No oyes de aquellas cuerdas la armonía?
Pues sabe que son tripas de una cabra
que fue en un tiempo compañera mía.
Confío (¡dicha grande!) que algún día
no menos dulces trinos
formarán mis sonoros intestinos».
Volvióse el buen rocín, y respondióla:
«A fe que no resuenan esas cuerdas
sino porque las hieren con las cerdas
que sufrí me arrancasen de la cola.
Mi dolor me costó, pasé mi susto;
pero, al fin, tengo el gusto
de ver qué lucimiento
debe a mi auxilio el músico instrumento.
Tú, que satisfacción igual esperas,
¿cuándo la gozarás? Después que mueras».
Así, ni más ni menos, porque en vida
no ha conseguido ver su obra aplaudida,
algún mal escritor al juicio apela
de la posteridad, y se consuela.
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