El asno de un hortelano quejábase a la fortuna, porque le hacían poner en pie antes del alba.
“Muy temprano cantan los gallos, decía, pero yo soy mas tempranero todavía ¿Y para qué? Para llevar hortalizas al mercado. ¡Vaya un asunto interesante para interrumpirme el sueño!”
Atendió sus clamores la fortuna y le do otro amo: pasó a manos de un correjero. Las pieles eran pesadas, ¡y de tan mal olor! La impertinente acémila echó de menos bien pronto a su primer dueño.
“Cuando él no miraba, decía en sus adentros, atrapaba alguna hoja de col, sin costarme nada. Aquí no tengo gajes, como no sea algún trancazo.”
Consiguió de nuevo cambiar de suerte, y cayó en poder de un carbonero. Pero, no por eso cesaron las quejas.
“¡Vaya diablo! Exclamo al fin la fortuna: me ocupa más ese jumento que cien monarcas. ¿Presume ser el único descontento con su suerte? ¿No tengo que atender más que a él?”
¡Cuanta razón tenía la fortuna! Todos somos así: nadie está conforme con su condición y estado: nuestra suerte actual parécenos siempre la peor. Fatigamos al cielo con nuestras demandas, y si Dios nos concede a cada cual lo que le hemos pedido, aún le armamos nuevo caramillo.
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