Un lobo, que no encontraba bastante pasto entre las ovejas de la vecindad, buscó la ayuda de una piel de zorro para disfrazarse. Vistiese de pastor, endosando una zamarra, empuño un cayado y colgó a la espalda una zampoña. Para completar la estratagema, no le faltaba más que escribir en la cinta del sombrero. “Yo soy Perico, pastor de este rebaño.”
Metamorfoseado de tal suerte, y apoyando las patas delanteras en el cayado, acércase poco a poco el fingido Perico. El perico de veras, tendido sobre el blando césped, dormía como un lirón. Dormía también su perro, y hasta la gaita dormía.
Para dormir todos, dormían asimismo las ovejas. A fin de engañarlas mejor, y atraerlas a su madriguera, el lobo quiso reforzar con sus palabras el engaño de su disfraz; pero esto fue lo que le perdió. Por más que hizo, no pudo imitar la voz del pastor.
El áspero timbre de la suya hizo resonar el bosque y descubrió la añagaza. Despertaron todos, las ovejas, el mastín y el zagal. El pobre lobo, con el estorbo de la zamarra, no pudo huir ni defenderse.
Siempre dejan los bribones algún cabo suelto.
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