Cansáronse las ranas de vivir en República, y tanto clamaron, que Júpiter les dio la monarquía que solicitaban. Hizo caer del cielo un rey tan pacífico, que no podía serlo más. Pero produjo tal estruendo al caer, que aquella gente anfibia, medrosa y asustadiza por demás, e ocultó corriendo bajo del agua, entre los juncos y las cañas, en el fondo y los escondrijos del estanque, sin atreverse en mucho tiempo a mirar cara a cara a quien juzgaban terrible gigantón.
El gigantón no era más que un poste, que asusto a la primera rana que se atrevió a salir de su madriguera; pero al poco rato, se acercó, temblando todavía, y como otra la siguiese, y otra después, reuniose un tropel de aquellos tímidos animalejos, y perdiendo el miedo, saltaron en fin familiarmente, sobre el temido monarca. Su majestad lo consintió sin dar señales de vida; y en el acto comenzó Júpiter a oír nuevos clamores.
“Dadnos, decía el pueblo de la charca, un rey de veras,”y el rey de los Dioses envióles una voraz grulla, que incontinenti comenzó a atrapar y engullir súbditos a su antojo.
¡Que lamentos entonces los de las ranas! Pero Júpiter les contestó: “Basta ya de veleidades. ¿Ha de estar acaso pendiente mi voluntad de vuestro capricho? Debisteis conservar vuestro primer gobierno; y en caso de mudanza, daros por contentas de que vuestro rey fuese pacífico y manso. Puesto que aquél no lo quisisteis, aguantas ahora a éste, aunque no más sea por miedo a que os envié otro peor.”
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