El águila y el búho pusieron fin a sus querellas y se dieron un abrazo. Juró cada cual respetar los polluelos del otro.
“¿Conocéis a los míos?” Pregunto el ave de Minerva.
-No, contestó el águila.
-¡Malo! Replico el pájaro fúnebre: temo por su pellejo; milagro será que se salven. Como sois rey, en nada reparáis: los monarcas y los dioses todo lo miden por el mismo rasero. ¡Adiós mis hijuelos, si dais con ellos!
-Enseñádmelos, o explicadme cómo son, y estad seguro de que no he de tocarlos.
-Mis polluelos son bonísimos, gallardos, elegantes: no los hay más lindos en todo el reino de las aves. Con estas señas no podéis desconocerlos. Recordadlas bien-.
Tuvo cría el Búho, y una tarde que estaba de caza, atisbó nuestra Águila en el hueco de una roca o en el agujero de una pared ruinosa- que de ello no estoy seguro-unos animalejos monstruosos, repugnantes, de aire hosco y voz chillona.
“No pueden ser éstos los hijos de mi camarada, dijo el Águila; adentro pues.” Y los engullo sin más ni más.
Al volver a su casa el Búho, sólo encontró las patas. Quejose a los Dioses, pidioles que castigasen al bandido causante de sus desgracias, y alguien le dijo. “Cúlpate a t mismo, o por mejor decir a la ley natural que nos hace ver a los nuestros hermosos, esbeltos y encantadores. Ese retrato hiciste al Águila de tus hijos: ¿cómo había de reconocerlos?”
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