Dos camaradas, viendo escurrida la bolsa, vendiéronle a un vecino pellejero la piel de un oso. El oso aún estaba vivo, pero lo matarían enseguida: así, a menos, lo dijeron.
¡Que oso aquel! El rey de los osos, según ellos. Su piel haría la riqueza del mercader; ni el frío más glacial la traspasaba; no un capotón, dos capototes podrían ser forrados y guarnecidos con ella.
Dentro de dos días ofrecieron entregarla, y convenido el precio, pusiéronse al acecho.
A poco, ven venir al oso al trote: ni un rayo les hubiese causado más efecto. Ya no hay nada de lo dicho: se rescindirá el contrato. Trepa el uno a la copa de un árbol; el otro, más frío que un carámbano, échase vientre a tierra, y reprimiendo el aliento, hace la mortecina porque oyó decir que el oso no se ceba en cuerpos inmóviles y muertos.
El animal, haciendo el bobo, dio con aquel bulto, creyolo privado de vida, pero por mayor seguridad, se acerca, lo hociquea, lo vuelve y lo revuelve, oliendo aquellos puntos, por donde escapa el aliento.
“Vámonos, dice que ya hiede,” y se retira a la vecina selva.
Baja del árbol el otro cazador, corre al camarada y le felicita de que todo haya quedado en un buen susto.
-“Pero, ¿Qué te ha dicho al oído, cuando te zarandeaba entre sus manazas?
-Me ha dicho que para vender la piel del Oso, hay que matar al oso antes-.
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