Vio en una huerta
dos lagartijas
cierto curioso
naturalista.
Cógelas ambas,
y a toda prisa
quiere hacer de ellas
anatomía.
Ya me ha pillado
la más rolliza;
miembro por miembro
ya me la trincha.
El microscopio
luego la aplica.
Patas y cola,
pellejo y tripas,
ojos y cuello,
lomo y barriga:
todo lo aparta
y lo examina.
Toma la pluma,
de nuevo mira,
escribe un poco,
recapacita.
Sus mamotretos
después registra;
vuelve a la propia
carnicería.
Varios curiosos
de su pandilla
entran a verle.
Dales noticia
de lo que observa:
unos se admiran,
otros preguntan,
otros cavilan.
Finalizada
la anatomía,
cansóse el sabio
de lagartija.
Soltó la otra,
que estaba viva.
Ella se vuelve
a sus rendijas,
en donde, hablando
con sus vecinas,
todo el suceso
las participa.
«No hay que dudarlo,
no -las decía-;
con estos ojos
lo vi yo misma.
Se ha estado el hombre
todito un día
mirando el cuerpo
de nuestra amiga.
¿Y hay quien nos trate
de sabandijas?
¿Cómo se sufre
tal injusticia,
cuando tenemos
cosas tan dignas
de contemplarse
y andar escritas?
No hay que abatirse,
noble cuadrilla.
¡Valemos mucho,
por más que digan!»
¿Y querrán luego
que no se engrían
ciertos autores
de obras inicuas?
Los honra mucho
quien los critica.
No seriamente,
muy por encima
deben notarse
sus fruslerías;
que hacer gran caso
de lagartijas,
es dar motivo
de que repitan:
«¡Valemos mucho,
por más que digan!»
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