La pobre zarza no podía más. Ahora que sus ramas estaban nuevamente cargadas de negras bayas, los mirlos impetuosos e impertinentes hurgaban con el pico y con las patas todas sus ramitas.
- ¡Por favor - suplicó la zarza dirigiéndose a la mirla más fastidiosa -, déjame al menos las hojas! Mis zarzamoras, lo sé, te gustan mucho, son tus frutos preferidos; pero no me prives de la sombra de las hojas, que me defienden de los rayos abrasadores del sol, y no me descorteces con tus uñas, no me despojes de
mi tierna corteza.
La mirla, ofendida por estas palabras, respondió:
- ¡Calla, salvaje zarza! ¿No sabes que la naturaleza te ha hecho criar estos frutos solamente para mi alimento? ¿No ves que has nacido solamente para darme de comer?
¿No sabes, villana de las malezas, que el próximo invierno servirás sólo para alimentar el fuego?
La zarza, al oír estas palabras, comenzó a llorar en silencio.
Poco tiempo después, la mirla insolente cayó en la red tendida por el hombre. Para encerrar al pájaro en una jaula, el hombre cortó muchas ramitas del seto y tocó hasta a la misma zarza dar las suyas.
- ¡Oh, mirla - dijo entonces la zarza -, yo estoy todavía aquí, y mis ramitas te quitan la libertad con la que tu me atormentabas! Yo aún no estoy consumida por el fuego, como tú me decías, y antes de que tú me veas quemada, yo te veré al fin en prisión.
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